La mansión Salazar parecía aún más grande sin Lucía. Adrián recorrió el vestíbulo con las manos en los bolsillos, ignorando el eco de sus propios pasos. Todo seguía en su lugar: los cuadros perfectamente alineados, los jarrones centenarios reluciendo bajo la luz tenue. Pero algo faltaba. Y no era un objeto. Era ella.
Se detuvo frente a la puerta del ala oeste. El taller.
Nunca había entrado mientras Lucía trabajaba. A veces la observaba desde el umbral, en silencio, fascinado por la concentración que se dibujaba en su rostro mientras esbozaba joyas con la delicadeza de quien susurra secretos al metal. Era su santuario, su territorio. Él no pertenecía allí. Pero ahora, con la casa tan vacía como su pecho, necesitaba verla de alguna forma. Aunque fuera a través del desorden que había dejado atrás.
Giró la manija. El aire que lo recibió estaba impregnado de madera, carboncillo y un perfume tenue que reconoció al instante: jazmín y almizcle. Su perfume.
Entró sin encender la luz. La clari