El salón de la gala benéfica del Hotel Gran Palace resplandecía como un joyero abierto al mundo. Los candelabros colgaban como coronas de cristal, derramando luz sobre mesas vestidas de lino blanco y rostros impecables que ocultaban ambiciones tras sonrisas ensayadas. Era un desfile de apariencias cuidadosamente construidas. En el centro de todo, como un sol negro que lo atraía todo a su órbita, se encontraba Adrián Salazar.
A sus 30 años, Adrián encarnaba la elegancia y el poder. Su traje negro, hecho a medida en una sastrería milanesa, delineaba su figura con una precisión casi militar. Su presencia imponía respeto. Bastaba con su llegada para que los inversionistas enderezaran la espalda y los reporteros ajustaran el lente. Era el rey de este imperio de mármol, cristal y ambición. Pero nadie veía el precio de la corona. Nadie sospechaba que, bajo esa piel de acero, se escondía un hombre desgastado por la culpa.
Cerca, siempre discreto y atento, su chofer y mano derecha —Samuel— observaba desde una distancia calculada, listo para intervenir ante cualquier gesto sutil. Samuel no sólo manejaba el auto: manejaba la logística de su vida. Sabía a quién dejar pasar, a quién mantener lejos. Sabía cuándo guardar silencio y cuándo hablar en nombre de su jefe.
Adrián sostenía una copa de champán que apenas había probado, mientras asentía sin escuchar a un socio que deliraba con proyectos en la costa. Sus ojos, fríos como el acero, recorrían el salón como un escáner: quién hablaba con quién, quién fingía, quién esperaba su mirada. Pero en algún rincón de su mente, como una melodía que nunca se apaga, una imagen lo asaltó con la fuerza de un recuerdo que no pide permiso.
Lucía.
En su taller, con los dedos manchados de carboncillo, encorvada sobre una joya aún sin terminar. La luz cálida del atardecer acariciaba su perfil, y en el aire flotaba el sutil aroma a jazmín que solía impregnar su piel. Tarareaba en voz baja una vieja canción francesa, esa que decía que el amor era un refugio. Él la observaba desde la puerta entreabierta… y no se atrevía a entrar. Se había marchado sin decirle nada. Sin tocarla. No por falta de amor —aunque a veces se repetía esa mentira para poder dormir—, sino por miedo. Lucía era todo lo que él no sabía manejar: ternura, paciencia, verdad.
Una vibración en el bolsillo de su chaqueta lo devolvió al presente. Otro mensaje de ella. No necesitaba leerlo para saber lo que decía. “¿Dónde estás?” “¿Volverás esta noche?” Palabras dulces como miel... y pesadas como cadenas.
No respondió.
Lucía era la esposa perfecta. Hermosa, discreta, con ese talento casi etéreo para el diseño que había embellecido hasta sus campañas publicitarias. Pero el amor... el amor era un lujo que él ya no se permitía. O eso creía, hasta que Valeria Montenegro volvió a aparecer.
—Adrián, darling... ¿te estás escondiendo de mí?
La voz lo acarició como terciopelo, pero tenía filo. Valeria avanzó hacia él con la seguridad de quien sabe que aún puede hacer temblar el suelo. Su vestido rojo abrazaba cada curva como un secreto a punto de revelarse. El cabello oscuro le caía en ondas perfectas, y sus ojos —verdes, venenosos— brillaban con un resplandor que mezclaba deseo y rencor.
Adrián sintió una punzada. No era amor, era memoria. Fuego antiguo. Hace un mes, ella había vuelto a su vida con el dramatismo de una telenovela que nunca se terminó de grabar. Tres años atrás le había partido el corazón al casarse con otro hombre. Y ahora, entre lágrimas, confesaba que se había divorciado. Que Tomás, su hijo, no era de su exesposo. Que era suyo. Que siempre lo había sido.
—No quiero problemas, Adrián, —le había dicho semanas atrás, en voz baja—. Sólo quiero que Tomás tenga lo que se merece. Una familia. Tu apellido. Tu tiempo.
Adrián, aún dolido, no supo cómo negarse. Había sido tan fácil dejarse arrastrar por esa promesa rota de familia. Con Lucía llevaban tiempo intentando tener hijos. Tratamientos, pruebas, decepciones... Su matrimonio se había vuelto una sala de espera sin final. Valeria, con su confesión y su hijo de ojos oscuros, había abierto una puerta que él creía cerrada: la del legado. La del heredero.
Pidió un examen de ADN. No podía darse el lujo de alimentar esperanzas vacías. Una vez tuvo los resultados, le pidió conocer al niño. Pero Valeria cambió las reglas.
—No quiero que Tomás sea un hijo ilegítimo —había dicho con dulzura calculada—. Mientras sigas casado, no permitiré que lo veas. Necesita estabilidad. Y tú, Adrián… sigues dividido.
Él prometió priorizarla. Le dijo que podía cuidar de ella y del niño sin destruir su matrimonio. Por eso la había invitado a la gala. Para demostrarle que seguía teniendo poder. Que podía desafiar las reglas sin pagar el precio. Que Lucía, aunque aún su esposa, ya no era una barrera.
Valeria se acercó más. Su mano rozó el brazo de Adrián con una familiaridad peligrosa. Un cosquilleo recorrió su piel. Los murmullos no tardaron en aparecer. Él no se apartó. No porque la deseara. Sino porque sabía que retroceder era mostrar debilidad.
Valeria siempre había sido un juego. Un campo minado donde las emociones eran munición.
—¿Sabes lo que quiero, Adrián? —susurró, casi como un secreto compartido—. Quiero volver a verte arder. No esta versión fría, inerte. Sino tú. El que era mío. El que sabía lo que quería.
Adrián se rio. Y justo en ese instante, un flash. Un destello de traición. Un paparazzi escondido entre los invitados había capturado la imagen: ella demasiado cerca, él con esa mirada que podía significar mil cosas... o sólo una. Maldijo, dio un paso atrás, y la copa tembló en su mano, derramando burbujas doradas sobre sus dedos.
—Dime la verdad… ¿cuándo vas a divorciarte de tu esposa? —insistió Valeria, con el tono afilado que usaba cuando dejaba de seducir y empezaba a exigir.
—No puedo. Apenas llevamos dos años casados. Un divorcio ahora afectaría mi imagen, mi negocio… Lucía tiene el cariño de muchos socios. Necesito estabilidad, Valeria.
Pero sus palabras ya no tenían peso. El daño estaba hecho.
Cuando salió del salón, Samuel ya lo esperaba junto al auto, con la puerta trasera abierta y ese gesto impasible que lo volvía indispensable. Valeria lo siguió sin pedir permiso, como si el destino la reclamara en ese lugar. Subió con la seguridad de quien sabe que, incluso en el caos, aún tiene el control.
Se sentó junto a él. No dijo nada. No hacía falta.
Samuel cerró la puerta y arrancó sin mirar atrás. El motor rugió bajo ellos, llevándose consigo la música, los brindis... y el precio de una decisión.
Adrián observó las luces de la ciudad fundirse en la ventana, mientras la mano de Valeria se posaba sobre la suya, suave y firme. No era un gesto nuevo. Pero esta vez, dolía diferente.
Un destello cruzó la oscuridad. Otro flash. Otra prueba.
Para cuando doblaron la esquina, ya era tarde.
Minutos después, la imagen ardía en redes como fuego en pasto seco.
Un disparo directo al corazón de la esposa que lo esperaba en una mansión vacía.
Minutos después, la imagen ardía en redes como fuego en pasto seco.
Valeria deslizó el celular en su clutch como quien suelta un fósforo encendido.
—Ya no hay vuelta atrás, ¿cierto? —murmuró, sin disimular la satisfacción.
Adrián no contestó. Miraba por la ventana, con la mandíbula tensa.
Recordó cuando ella le pidió, con los ojos hinchados por el llanto: “No me expliques. Solo abrázame.”
Suspiró, apagó la pantalla y dejó el teléfono a un lado. No iba a escribirle. No ahora.
—¿En qué piensas? —preguntó Valeria.
—En que hay victorias que se sienten como una derrota.
El auto siguió avanzando. Y él, por primera vez en años, no supo a dónde iba.