9. El refugio de los recuerdos
El departamento de la madre de Lucía olía a tiempo detenido: lavanda, cuero viejo y el eco de las risas que aún parecían resonar en las paredes. Era un espacio pequeño, cálido, con estantes repletos de bocetos, herramientas de joyería y fotos desvaídas donde su madre, Elena, sonreía con el brillo de quien vivía para crear. Lucía nunca había querido venderlo ni arrendarlo; era su santuario, el lugar donde aprendió a transformar emociones en metal. Ahora, con una maleta a medio deshacer y el corazón magullado, se sentía como una peregrina regresando a casa.
Se sentó en el sofá de terciopelo verde, el mismo donde su madre le enseñó a sostener un alicate con la delicadeza de un pincel. Sobre la mesa, una caja de madera guardaba los diseños de Elena: collares que susurraban historias, anillos que atrapaban la luz como promesas. Lucía abrió la caja y rozó un brazalete incompleto, el último que su madre dejó antes de partir. «Termínalo algún día, mi amor. Llénalo de ti», le había dicho. Las