El sol de la mañana se filtraba por los ventanales del café boutique, tiñendo de oro las vetustas mesas de madera. Lucía apenas rozaba su taza; el vapor ascendía en espirales, desvaneciéndose igual que sus certezas. Antonia la observaba con esa mezcla de cariño, fastidio y alerta que solo da la amistad de años. Entre ambas, la nota anónima —arrugada de tanto releerla— yacía como un artefacto sin detonar.
—Déjame verla otra vez —pidió Antonia, tomando el papel como si pudiera absorber su origen con el tacto. Sus ojos repasaron las palabras:
"Él tiene un hijo. No eres suficiente."
Frunció el ceño.
—Podría ser una mentira. Alguien quiere herirte. O… —la miró fijo— podría ser cierto. Y si lo es, necesitas respuestas.
Lucía sintió una punzada en el estómago. Después de que Adrián se marchara la noche anterior, el eco de sus pasos fue más violento que cualquier discusión. No había dormido. Solo leyó y releyó la nota, preguntándose si era veneno o una llave.
—¿Y si saberlo me rompe más que no saberlo? —murmuró.
Antonia se inclinó, su voz templada y firme:
—Mi papá conoce a alguien. Un investigador privado. Discreto, confiable. Si decides hacerlo, te paso su número.
Lucía titubeó. Contratar a un investigador era un acto de ruptura. Era admitir que algo estaba podrido. Pero quedarse en la penumbra la estaba destrozando. Asintió.
—Pásamelo.
Antonia envió el contacto desde su celular.
—Raúl Vargas. Llámalo. No dejes que esto te devore.
Lucía, con el corazón acelerado, marcó. La voz que respondió era grave, precisa, con una seguridad que imponía calma.
—¿Señora Salazar? Soy Raúl Vargas. Antonia me dio un resumen. ¿Cómo puedo ayudarla?
Ella apretó la nota entre los dedos.
—Necesito saber la verdad sobre mi esposo. Y sobre una mujer llamada Valeria Montenegro. Hay un niño... alguien afirma que es hijo de Adrián.
Una breve pausa. Luego, el roce de un lápiz contra papel.
—Entiendo. No confronte a su esposo todavía. Déjeme trabajar. Necesito todo lo que tenga: nombres, fechas, cualquier detalle.
Lucía le narró lo poco que sabía: las fotos, la nota en el taller, las llamadas de Valeria, el reloj con la inicial "V". Vargas escuchó sin interrumpir.
—Comienzo hoy. Le enviaré un informe preliminar. Por ahora, mantenga la calma. Actúe con normalidad.
—Lo intentaré —murmuró, aunque fingir estabilidad le parecía una tarea titánica.
Antonia le apretó la mano desde el otro lado de la mesa.
—Lo hiciste. Ahora deja que él haga su parte.
Mientras Lucía hacía silencio frente al abismo, Adrián lidiaba con sus propios fantasmas.
En un apartamento perfumado a vainilla y crayones, Adrián sostenía una taza de café frío. Valeria, apoyada en la encimera, lo miraba como si esperara que él se desmoronara.
—No puedes seguir así —dijo—. Tomás te necesita. Yo también. ¿Vas a seguir con esta doble vida mientras tu hijo crece sin ti?
Adrián cerró los ojos. La noche anterior, la calidez de Lucía, su voz quebrada diciendo “Te odio porque todavía te amo”, y luego la llamada de Valeria: Tomás con fiebre. Corrió sin pensar. Otra vez.
—¿Cómo está? —esquivó.
—Durmiendo. Pero esto no va de una fiebre. Tomás es tu hijo. El examen lo confirma. Pero no lo verás mientras sigas casado.
Él desvió la mirada. Sí, el ADN era concluyente. Tomás era suyo. Pero Valeria lo mantenía alejado. No por seguridad, sino por control. Y él había cedido. Por culpa.
—No he visto ni una foto —espetó—. ¿Cómo sé que no me estás usando?
Valeria soltó una risa ácida.
—¿De verdad? ¿Después de todo? Si quieres estar en su vida, debes elegir. A él. A mí. No a ella.
Él se puso de pie de golpe, dejando la taza a medio camino.
—Necesito tiempo.
—El tiempo no espera —dijo Valeria, pero ya se había ido.
En el auto, mientras Samuel conducía sin hablar, Adrián presionaba el puente de su nariz con los dedos. Le dolía el pecho, como si algo invisible lo comprimiera desde dentro. Pensó en Lucía, en su risa silenciada, en su mirada rota. Luego, en Tomás, ese niño al que apenas conocía pero que ya lo había reordenado todo.
Sacó su celular. Abrió la foto de fondo: Lucía y él en la playa, años atrás. Su pulgar titubeó sobre la opción de llamar. No lo hizo. Lo bloqueó de nuevo.
—¿La oficina? —preguntó Samuel, mirándolo por el retrovisor.
Adrián dudó. Luego asintió.
—Sí… —musitó—. Pero en realidad no sé a qué voy.
Miró por la ventana. Su reflejo se diluía en el cristal. El hombre que construyó un imperio ya no sabía si podía salvar lo que quedaba de su vida.
Esa noche, en su taller, Lucía revisaba bocetos cuando el teléfono vibró. Era Vargas. Su tono era mesurado, pero había una tensión nueva.
—¿Está sola?
Lucía cerró la puerta.
—Sí. ¿Qué encontró?
—Valeria Montenegro tiene un hijo de tres años: Tomás Álvarez. Legalmente figura como hijo de Diego Álvarez, su exmarido, pero hay rumores. Encontré registros de una clínica privada donde pudo haberse hecho una prueba de ADN. Necesito su autorización para avanzar.
Lucía contuvo el aliento.
—¿Qué más sabe del niño?
—Vive en el centro. Va a un preescolar privado. No hay evidencia de que Adrián lo haya visitado, pero eso no descarta nada. Necesito tiempo.
—Ok. Quiero saber todo.
—Y algo más —añadió Vargas, bajando la voz—. Si Adrián está involucrado, puede haber vínculos legales, financieros. Propiedades, acuerdos. Si ella decide avanzar con un reclamo formal, podría complicarse todo. Tenga cuidado con quién habla. Y protéjase.
Lucía colgó. Miró el diseño sobre la mesa. Las líneas del collar, antes decididas, ahora parecían temblorosas. Como su vida. Pero en medio del abismo, algo se encendía: determinación.
No iba a quedarse esperando. Si Adrián tenía un hijo. Si Valeria no era solo un fantasma. Haría lo que fuera necesario para descubrirlo.
El celular vibró otra vez. No era Vargas.
Mateo Garrido.
Lucía dudó. Lo había conocido la noche anterior. Contestó.
—¿Mateo?
—¡Lucía! —Su voz tenía esa calidez intacta, un refugio en medio del caos—. Perdón por lo repentino. ¿Tienes un minuto?
—Claro… ¿estás bien?
—Sí, más o menos —rió con ese deje nervioso que la hizo sonreír sin querer—. Me contaron de un cupo de último minuto de un concurso internacional de Joyería contemporánea en Berlín. Se llama Stellar Form. Escuché las bases y pensé en ti. Tu trabajo... tiene alma, Lucía. Y eso no se enseña.
Ella tragó saliva. Sintió un cosquilleo en la nuca. Mientras todo a su alrededor amenazaba con derrumbarse, esa llamada abría una grieta hacia otra vida. Una que alguna vez soñó y archivó como imposible.
—¿Hay tiempo? —murmuró.
—Cuarenta y ocho horas para enviar portafolio. Después de eso, la puerta se cierra. Pero si tú te decides, yo me encargo de mover cielo y tierra.
Lucía bajó la vista. Sobre la mesa, el diseño del collar. Irregular. Frágil. Como ella. Pero también lleno de verdad. El miedo seguía allí, agazapado, pero por primera vez, no dictaba sus pasos.
—Ok, lo intentaré —dijo.
Y en su pecho, entre las ruinas, algo se acomodó. No era paz, ni certeza. Pero era suyo.
—Sabía que dirías que sí —susurró Mateo.
La línea quedó en silencio.
Venía de dentro.
Y sabía que, si no actuaba ahora, perdería mucho más que un concurso.