El apartamento de Rafael Montoya era un cementerio de tecnología obsoleta.
Torres de discos duros externos acumulaban polvo en las esquinas. Monitores CRT desmontados servían de sujetalibros para pilas inestables de expedientes policiales. Olía a café quemado, a ozono eléctrico y a esa soledad masculina que no se molesta en ventilar la habitación.
Elena estaba sentada en una silla giratoria a la que le faltaba una rueda, abrazándose a sí misma para contener los temblores residuales del *flashback* en el baño.
Rafael conectó un cable grueso y gris a una laptop que parecía un ladrillo militar. La máquina zumbó al encenderse, un sonido ronco y pesado, como una bestia despertando de una hibernación forzada.
—Esta cosa tiene más potencia de procesamiento que el servidor de la NASA en 1990 —dijo él, sin mirarla. Sus dedos bailaban sobre el teclado mecánico con una familiaridad inquietante—. Y no está conectada a la red. Si Carmen tiene rastreadores, aquí somos invisibles.
Una pantalla azul