*Flash. Flash. Flash.*
La luz estroboscópica de las cámaras de televisión iluminó el salón en penumbras de Rafael, convirtiendo las paredes manchadas de humedad en una discoteca macabra.
En la pantalla del viejo televisor LCD, el mundo era brillante. Nítido. Alta definición para una mentira de alto calibre.
Elena estaba sentada en el borde del sofá desvencijado, con las rodillas apretadas contra el pecho. Llevaba una camiseta vieja de Rafael que le quedaba tres tallas grande y olía a detergente barato y tabaco. Se sentía pequeña. Se sentía sucia.
Pero la mujer en la pantalla era todo lo contrario.
Carmen Vargas-Thorne subió al podio de conferencias del Hotel W Barcelona.
No caminaba; levitaba.
Llevaba un traje sastre blanco inmaculado, un corte arquitectónico que gritaba "poder" y "pureza". Sus labios estaban pintados de un rojo sangre profundo, el único color en su lienzo de hielo. Y en su muñeca, brillando bajo los focos como una advertencia para Elena, estaba el brazalete de oro.
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