El aire dentro del bar El Refugio no se respiraba; se masticaba.Olía a tabaco negro, a cerveza derramada hace una década y a esa desesperación específica de los hombres que han perdido la batalla contra el lunes por la mañana.Elena Vargas se detuvo en el umbral. Su abrigo de cachemira, aunque manchado por la lluvia y arrugado tras una noche durmiendo en el suelo, gritaba "dinero viejo". En aquel antro de luces rojas y moscas perezosas, ella brillaba como una baliza pidiendo ser asaltada.«Date la vuelta», le gritó su instinto de supervivencia. «Vuelve a tu agujero».Pero el hambre de verdad era más fuerte que el miedo.Barrió el local con la mirada. Cinco borrachos. Una camarera con cara de odiar al mundo. Y al fondo, en la mesa más oscura, un hombre solo.Rafael Montoya.Elena lo reconoció por la foto de la solapa de su libro, La Farmacéutica de la Muerte, el best-seller de investigación que había destruido su carrera hacía tres años. En la foto del libro, Rafael lucía desafiante,
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