La noche sobre la ciudad cayó como un manto lleno de promesas. Era viernes, y las calles vibraban con el pulso de miles de pasos, risas y murmullos. Los faroles encendidos arrojaban círculos dorados sobre el pavimento húmedo, y de los bares se escapaban melodías de guitarras, tambores y saxofones. Adriana se miró en el reflejo de una vitrina antes de encontrarse con John: labios pintados de rojo intenso, cabello suelto en ondas que caían sobre sus hombros, un abrigo largo que dejaba entrever un vestido azul oscuro. Sabía el efecto que causaba, y esa noche estaba dispuesta a explotarlo.
John la esperaba en la esquina, con una bufanda gris y un abrigo demasiado grande para su figura, pero con esa sonrisa genuina que lo hacía parecer de pronto más atractivo que cualquier hombre trajeado que ella hubiera conocido. -Llegas justo a tiempo…- dijo él, mirándola con admiración apenas disimulada -…Pensé que querrías hacerme esperar un poco – dijo algo nervioso. - ¿Y arruinar la sorpresa? - replicó Adriana, arqueando una ceja con picardía. Caminaron por la avenida principal. Las luces de neón pintaban el aire con tonos rosados y verdes. Un saxofonista callejero interpretaba una melodía melancólica, y varios transeúntes se detuvieron a escuchar. John sacó algunas monedas y las dejó en el estuche abierto del músico. Adriana lo observó, intrigada por ese gesto. - ¿Siempre eres tan generoso con desconocidos? - preguntó. John encogió los hombros. -Todos necesitamos un poco de ayuda y todos merecemos que alguien los escuche de vez en cuando - Ella se quedó en silencio, asimilando esas palabras. No era la primera vez que John soltaba frases que parecían simples, pero que contenían una sinceridad rara y a la que ella no estaba acostumbrada. -Supongo que tienes razón - concedió finalmente, pero sin prestarle mayor atención y olvidando el tema rápidamente. No era algo que en lo que le interesa profundizar. El saxofonista cambió de melodía, y sin pensarlo demasiado, John tomó la mano de Adriana. - ¿Bailamos? - Ella lo miró con sorpresa, pero no se apartó. - ¿Aquí, en medio de la calle? – pregunta dudosa y no gustándole mucho la idea. Su plan ideado perfectamente en su mente se estaba saliendo un poco de control. - ¿Por qué no? —contestó él, riendo. El movimiento fue torpe, pero encantador. Adriana permitió que la guiara unos segundos, sintiendo la calidez de sus dedos entre los suyos. El aplauso improvisado de un par de transeúntes los hizo reír, y al separarse, la sonrisa de John parecía iluminarle el rostro. -Tienes un lado bastante ridículo - dijo Adriana, divertida y bastante honesta. -Lo acepto con orgullo…- Él la miró fijamente -…Me gusta hacer reír a la gente que me importa - La frase quedó flotando en el aire. Adriana fingió no darle importancia, pero en su interior algo se removió y no le gustaba para nada. Continuaron su paseo hasta llegar a una librería todavía abierta. John, entusiasmado, la arrastró hacia dentro. El aroma a papel, tinta y café recién hecho los envolvió. Las lámparas colgantes iluminaban los pasillos repletos de libros. -Quiero mostrarte algo…- dijo John, conduciéndola hasta la sección de música. Tomó un libro de partituras, lo abrió en una página concreta y se lo mostro -…Esta fue la primera pieza que aprendí a tocar el piano. Adriana recorrió con la mirada las notas impresas, fingiendo un interés casual. - ¿Y lo hiciste solo? – pregunto con real intereses, dejando de lado por un segundo su mascara de frialdad. -Sí, a escondidas de mi padre. Él cree que la música es una pérdida de tiempo - Ella lo miró, inclinando la cabeza. - Entonces ya sabes lo que significa llevar una doble vida - John se quedó pensativo, y luego sonrió. - Quizá. Pero nunca lo había visto así - Adriana cerró el libro suavemente. - Algún día deberías tocarla para mí - La chispa en los ojos de John fue inmediata, como si esa promesa fuera un motivo suficiente para seguir adelante pero solo consiguió avivar la llama que jamás se apaga en el interior de Adriana. Se dirigieron después a la cafetería dentro de la librería. Pidieron chocolate caliente y se sentaron junto a una ventana desde la cual podían ver la calle iluminada. Las gotas de lluvia comenzaron a resbalar por el cristal, deformando los reflejos de los faroles. - ¿Siempre supiste qué querías en la vida? - preguntó John de pronto, revolviendo distraídamente su taza. -Siempre supe lo que no quería y créeme, a veces eso es suficiente - Adriana apoyó el mentón en su mano, observándolo mientras respondía su pregunta. - ¿Y qué no quieres? - insistió él, con curiosidad genuina. Ella sostuvo su mirada. Podría haberle dicho muchas cosas: que no quería volver a ser humillada, que no quería depender nunca de un hombre, que no quería mostrar debilidad. Pero optó por una respuesta más ligera. -No quiero una vida aburrida. No quiero convertirme en alguien que se conforme con lo que le dan - John asintió lentamente. - En eso coincidimos. Yo tampoco quiero conformarme - El silencio que siguió estuvo cargado de significados no dichos. La lluvia aumentó, golpeando con fuerza los cristales. En un gesto espontáneo, John extendió la mano sobre la mesa, y Adriana permitió que sus dedos rozaran los suyos. Fue un contacto breve, pero suficiente para encender algo en ambos, aunque con diferentes motivos. Más tarde, cuando caminaron de regreso por calles ahora vacías y brillantes bajo la lluvia, John se quitó la bufanda y la colocó sobre los hombros de Adriana. -No quiero que te resfríes - Ella arqueó una ceja. - ¿Y tú? – pregunto Adriana. - Yo me arreglo - Adriana sonrió, no tanto por el gesto, sino porque sintió que John hablaba en serio. No había en él la teatralidad que tantas veces había visto en otros hombres, solo un deseo simple de protegerla. Al llegar frente a su edificio, se detuvieron bajo el toldo. La lluvia caía a raudales, y el ruido del agua llenaba el silencio entre ellos. -Gracias por esta noche - dijo John, con voz baja. - Yo también la disfruté - admitió Adriana. Por un instante, él se inclinó apenas, como si fuera a besarla. Ella sostuvo la mirada, dejando que el tiempo se extendiera hasta que John desistió, retirándose con una sonrisa nerviosa. -Buenas noches, Adriana. - Buenas noches, John. Lo vio alejarse bajo la lluvia, y una extraña sensación la recorrió. Se dijo a sí misma que todo era parte del juego, que cada gesto estaba bajo su control. Pero en el fondo, una parte de ella sabía que aquella noche había cruzado una línea invisible: había dejado que alguien la tocara más allá de lo superficial. Subió a su apartamento y se miró en el espejo. El reflejo le devolvía a una mujer elegante, segura, dueña de sí. Sin embargo, detrás de esa fachada, algo vibraba como un secreto recién descubierto. Apoyó los dedos en el vidrio frío y murmuró para sí: -Es solo una caminata, nada más. Pero la verdad era que aquella caminata bajo las luces de la ciudad había dejado una huella más profunda de lo que estaba dispuesta a admitir y que la Adriana de trece años habría amado sentir.