Adriana se despertó como siempre lo hacía: lentamente, permitiendo que la luz del sol se colara a través de las cortinas de lino blanco. Los rayos acariciaban su rostro como un beso cálido y, por un instante, pensó en el pueblo que había dejado atrás. San Gregorio, el lugar que la marcó y que había aprendido a enterrar en lo más profundo de su memoria. Negó con la cabeza, no dejaría que ese recuerdo contaminara la vida que tanto había construido.
Se incorporó con calma, sin prisas. En su mundo, todo tenía un ritmo preciso, exacto. La rutina era su refugio: cada detalle de la mañana estaba pensado para reforzar la imagen de control absoluto que había perfeccionado con los años. Se lavó el rostro con agua fría, aplicó la crema hidratante en movimientos meticulosos y se miró al espejo. No era solo belleza lo que devolvía el reflejo: era una máscara impenetrable. La sonrisa mínima que ensayaba cada mañana era casi un pacto con ella misma: nunca mostrar debilidad. La cocina, impecable como siempre, la esperaba con el café preparado. Negro, fuerte, sin azúcar. Adriana se acomodó junto a la ventana, observando las calles aún tranquilas. La ciudad despertaba con un murmullo lento, ajeno a la perfección que ella mantenía en su pequeño reino. Nadie conocía a la mujer que realmente era. Solo veían lo que ella elegía mostrar: elegancia, serenidad, éxito. La figura perfecta que todos admiraban pero que nadie alcanzaba. El teléfono vibró sobre la mesa, interrumpiendo la quietud. John. Siempre John. "¿A qué hora nos vemos hoy?" Ella arqueó una ceja, esbozando una sonrisa controlada. Respondió con rapidez: “A las siete. En el mismo lugar.” No necesitaba añadir nada más. El poder estaba en su silencio, en la forma en que los demás quedaban atrapados en el misterio de no saber qué esperaba realmente de ellos. Se levantó para prepararse. El vestido negro ajustado, el maquillaje sutil, el peinado sin un cabello fuera de lugar. Cada decisión formaba parte de un plan, una representación. Adriana sabía que, al salir, las miradas la seguirían como siempre: hombres deseándola, mujeres envidiándola. Caminaba como si la ciudad fuese su escenario. Esa noche, John llegó puntual al restaurante exclusivo que ella había elegido. La decoración era sofisticada, con luces tenues que envolvían las mesas en una intimidad casi teatral. John la saludó con una sonrisa ansiosa, y Adriana respondió con un gesto suave, calculado. -Estás hermosa - murmuró él, con devoción evidente. Adriana inclinó la cabeza apenas, aceptando el cumplido como si fuera un tributo. La conversación fluyó entre banalidades y copas de vino. Para John, era una velada romántica; para ella, era otra danza cuidadosamente ensayada. Cada palabra suya mantenía al hombre justo donde ella quería. Pero mientras lo escuchaba, su atención se desvió hacia el murmullo de la televisión del bar cercano. Una noticia interrumpía la programación habitual: otro asesinato en la ciudad. El presentador hablaba con tono grave: “Una nueva víctima en menos de cuatro meses. Un hombre joven, adinerado, hallado muerto en circunstancias aún no esclarecidas. Las autoridades insisten en que investigan todas las líneas posibles.” Adriana giró la copa en su mano, sin dejar que su expresión se alterara. John, distraído con sus propias historias, no notó nada. Pero en la mesa contigua, una pareja comentaba con nerviosismo. -Dicen que todas las víctimas iban a las mismas fiestas…- soltó la pareja. -Y que siempre hay alguien repetido en las fotos… creo - dice el acompañante. El apellido quedó flotando en el aire, suficiente para que Adriana sonriera en silencio. El rumor era solo eso, pero era interesante escuchar cómo el nombre de otra persona comenzaba a circular en la ciudad de una manera inesperada. La cena terminó sin incidentes. John la acompañó hasta la puerta de su edificio, esperando una invitación que no llegó. Adriana lo despidió con una sonrisa impecable, cerrando la puerta antes de que él pudiera insistir. Ya en su apartamento, se despojó de los tacones y se sirvió una última copa de vino. Caminó descalza por el piso perfectamente pulido, disfrutando del silencio. Afuera, las sirenas resonaban a lo lejos, recordándole que la ciudad estaba lejos de ser tan perfecta como su vida aparentaba serlo. Se recostó en la cama, repasando los sucesos del día. Su rutina estaba intacta, su control no había fallado y, sin embargo, las noticias sobre los asesinatos seguían sonando en su cabeza como un eco persistente. Antes de cerrar los ojos, permitió que una sonrisa fría se dibujara en su rostro. No era miedo lo que sentía. Era expectación. Algo en la noche le decía que esas muertes, de una forma u otra, terminarían cruzándose en su camino. Y con ese pensamiento, se dejó arrullar por el sueño, mientras en la ciudad, otra sombra se movía en silencio.