El eco de las risas aún resonaba en la mente de Adriana. Las carcajadas en la plaza, las miradas burlonas, las frases hirientes repetidas una y otra vez. Tomás había sido su primera ilusión, la grieta luminosa en una vida llena de sombras y él mismo, con un par de palabras frías y cobardes, la había arrojado al vacío.
“Mi familia nunca lo aceptaría.” Esas cinco palabras la acompañaban como un látigo. No era solo un rechazo personal; era la confirmación de todo lo que el pueblo creía de ella: pobre, hija de madre separada, indigna de aspirar a más. San Gregorio se regodeó en su humillación. En la iglesia, las muchachas cuchicheaban con sonrisas crueles; en el mercado, las mujeres comentaban en voz alta que Adriana era igual que su madre: una oportunista. Hasta los niños la señalaban en la calle, repitiendo como loros lo que escuchaban en casa. En el silencio de su cuarto, Adriana lloró hasta quedarse sin lágrimas. Pero el dolor no la hundió: se transformó en rabia. Una rabia que ardía y la empujaba a pensar más allá. Si se quedaba en ese pueblo, la condena sería eterna. Si quería cambiar su destino, debía irse, debía alejarse de aquel lugar y comenzar una nueva vida. Fue una noche, mientras Marta cosía bajo la tenue luz de una vela, cuando Adriana lo dijo en voz alta por primera vez: -Me voy a ir, mamá - Marta levantó la vista, sorprendida, aunque en el fondo ya lo esperaba. - ¿A dónde? – le pregunta sin demostrar mayor emoción. - A la ciudad. Allá podré estudiar, trabajar… ser alguien - Marta la miró con severidad, luego dejó escapar un suspiro. - Sabía que este día llegaría. Si te vas, que sea para nunca volver derrotada. Si regresas, que sea como alguien a quien nadie se atreva a humillar – le dijo con ferocidad. Esas palabras se convirtieron en un mandato. Adriana comenzó a planear en silencio. Cada moneda que ganaba ayudando en encargos o lavando ropa la guardaba en secreto. No era mucho, pero para ella era un símbolo de libertad, una esperanza de que, en algún momento, se iría y seria más de lo que ese pueblo esperaba que fuera. Los días en San Gregorio se volvieron insoportables. Cada esquina era un recordatorio de su humillación. Cada vez que veía a Clara, la hija del boticario, la escuchaba murmurar: - ¿Ya no la busca el hacendado? Seguro la cambió por una señorita decente - Adriana no respondía. Pero en silencio, se juraba que un día esas mismas muchachas bajarían la cabeza al verla. El día de la partida amaneció gris. Con una maleta pequeña y el vestido más presentable que tenía, se paró frente al espejo rajado y se miró fijamente. -Ya no serás “la hija de la Marta” …- se dijo -… Ahora serás solo Adriana – se juró frente al espejo que tendría una mejor vida. En la calle, los vecinos cuchicheaban. - ¿A dónde irá? - preguntó una mujer. - A buscar marido rico, igual que su madre, cuando lo intentó…- respondió otra, soltando una carcajada. Adriana caminó con la frente en alto, como si esas palabras no la tocaran. Al llegar a la plaza, Clara la interceptó con su sonrisa venenosa. -Dicen que te vas a la ciudad. No duraras ni un mes allá afuera - Adriana la miró de arriba abajo y respondió con calma: - Cuando regrese, Clara, no te vas a atrever a mirarme a los ojos - Y siguió su camino, sin mirar atrás. El momento más duro fue despedirse de Marta. Frente a la puerta de la casa, madre e hija se abrazaron con fuerza. Ninguna lloró, aunque las lágrimas ardían detrás de los párpados y ambos corazones se encontraban destrozados. -Prométeme que serás fuerte - dijo Marta. - Lo prometo. Y te juro algo más: regresaré siendo alguien a quien nadie se atreva a humillar y tendremos la vida que nos merecemos - Marta asintió, orgullosa y temerosa a la vez, porque no sabía si la vida las volvería a reencontrar. Algo muy en su interior, le decía, que esta era la última vez que vería a su hija. El autobús levantó una nube de polvo al arrancar. Adriana miró por la ventana cómo San Gregorio se hacía pequeño: la iglesia, la plaza, las casas humildes, la gente, los susurros. Todo lo que había conocido desaparecía. -Adiós, San Gregorio…- susurró -…Nunca volverás a verme igual y espero que todos se pudran en el maldito infierno – dijo lo último sin poder evitarlo. El viaje fue largo. Al llegar a la ciudad, un torbellino de ruidos y olores la envolvió: vendedores ofreciendo café y empanadas, autos que pitaban sin cesar, voces mezcladas en acentos diversos. El aire olía a humo, pan recién horneado y gasolina. Adriana lo respiró como si fuera perfume. Eso era lo que ella quería, lo que tanto anhelaba y esperaba encontrar. Teresa, una prima lejana de Marta, la recibió en la terminal. La condujo a una pensión modesta donde compartiría pasillo y baño con otras inquilinas. El cuarto era pequeño y húmedo, con una cama que crujía y un espejo manchado. Para cualquier otra persona, habría sido miserable. Para Adriana, era un palacio: su primer espacio propio, lejos del juicio del pueblo. Esa primera noche no pudo dormir. Se quedó observando la bombilla amarillenta que colgaba del techo, escuchando el murmullo constante de la ciudad: motores, risas lejanas, música que se filtraba desde alguna cantina. No era el silencio opresivo de San Gregorio; era un ruido vivo, que la hacía sentir acompañada. -Lo logré…- susurró en la oscuridad -… Estoy aquí y desde ahora, mi vida será diferente – dijo con una suave sonrisa en los labios. Los días siguientes fueron un aprendizaje acelerado. Trabajaba en la panadería junto a Teresa, limpiando mesas, barriendo, sirviendo café. El ritmo era frenético, pero Adriana observaba todo con atención: cómo los clientes vestían, cómo hablaban, cómo una sonrisa podía conseguir mejores propinas que un servicio impecable. La ciudad era un escenario, y cada persona parecía interpretar un papel y ella, interpretaría el mejor. Por las noches asistía a una escuela nocturna. Allí conoció a otros jóvenes como ella, venidos de pueblos pequeños, con sueños de progresar. Algunos buscaban un trabajo estable, otros solo aprender a leer y escribir mejor. Adriana, en cambio, soñaba con algo más grande: la universidad. Un profesor de derecho, al notar su dedicación, la felicitó frente a todos: -Señorita, usted tiene talento. Podría llegar muy lejos… Las palabras se clavaron en su corazón. Era la primera vez que alguien fuera de su madre reconocía su valor. Salió de esa clase con una determinación nueva. Una tarde, mientras regresaba de la escuela, se detuvo frente a una boutique. En el escaparate, un maniquí lucía un traje elegante y unos zapatos brillantes. Adriana se quedó mirando largo rato. No era solo la ropa: era lo que simbolizaba. Poder, respeto, independencia. -Un día vestiré así…- se prometió frente al vidrio -… Y nadie recordará de dónde vengo - Esa idea se transformó pronto en ambición. Recordó a Tomás, la traición, las risas del pueblo. Recordó a su madre advirtiéndole sobre los hombres y comprendió algo que sería decisivo: los hombres podían ser usados. Lo que antes había sido su debilidad podía convertirse en su arma más mortal. En la panadería, un cliente adinerado la miró con descaro. Adriana bajó los ojos, pero por dentro sonrió. Ya no era ingenuidad: era cálculo. Esa misma noche, en su cuaderno, escribió: -No volveré a entregar mi corazón. Los hombres serán un medio, no un fin… Comenzó a estudiar a la gente como si fueran un libro más. Observaba cómo las mujeres que imponían respeto vestían, hablaban, caminaban. Practicaba frente al espejo sonrisas medidas, miradas calculadas, gestos de seguridad. Su ropa seguía siendo humilde, pero la transformaba con cuidado. Descubrió que la seguridad podía ser tan poderosa como el dinero y quizás eso era lo más peligroso de todo. Teresa notó el cambio. -Estás distinta, Adriana. No eres la misma que llegó del pueblo - Ella sonrió con un brillo frío en los ojos. - Porque nunca fui esa muchacha, Teresa. Solo estaba esperando el lugar correcto para ser quien soy de verdad – respondió con la seguridad que ahora si podía demostrar sin temor. La ciudad se convirtió en su nuevo campo de batalla. Cada día era una lección: cómo hablar, cómo imponerse, cómo seducir sin parecerlo. Adriana entendió que no bastaba con estudiar ni con trabajar duro; había que saber usar todo lo que uno tenía a favor. El amor ya no estaba en sus planes. Lo que quería era poder. No sobrevivir, sino dominar. Esa noche, antes de dormir, volvió a escribir en su cuaderno: -He despertado. No quiero amor, quiero poder. No quiero migajas, quiero el banquete entero y voy a conseguirlo, cuesta lo que cueste - Y con esa declaración, Adriana, sin quererlo, selló su destino.