El reflejo que Mateo encontró en el espejo del baño de la oficina lo golpeó con crudeza. Su barba, que en otras épocas le daba un aire atractivo y varonil, ahora se veía desigual, descuidada, casi sucia. Sus mejillas hundidas revelaban la pérdida de peso. Y bajo sus ojos se acumulaban ojeras de un color tan oscuro que oscilaban entre el azul y el morado.
No recordaba la última vez que había dormido más de dos horas seguidas. Cinco días habían pasado desde que Clara desapareció de su lado. Cinco días de llamadas sin respuesta, mensajes ignorados, silencios que lo ahogaban más que cualquier reproche.
Cada vez que inhalaba, sentía un dolor agudo en el pecho. La angustia le oprimía los pulmones hasta el punto de dificultarle respirar. Caminaba por los pasillos del bufete como un espectro, en silencio, sin cruzar palabra con nadie. Solo Ernesto, el segundo dueño del bufete, se atrevía a acercársele.
Esa mañana, Mateo entró en la oficina de Ernesto con unos informes en la mano. Los de