El bufete bullía de murmullos que Clara no alcanzaba a apagar. Desde que salió la nota en el periódico, las miradas se habían vuelto cuchillos sutiles, cargados de curiosidad y sospecha. En los pasillos, las conversaciones se interrumpían cuando ella pasaba; en las salas de reunión, los halagos sonaban envenenados.
—Qué suerte trabajar tan de cerca con Alejandro —dijo una diseñadora al cruzarse con ella.
—Debe ser útil tener un inversionista tan… comprometido —añadió otra, con una sonrisa apenas disimulada.
Clara siguió caminando, fingiendo indiferencia, pero cada palabra se le clavaba como espina. En su escritorio, los planos se le confundían en la mente, el cansancio se le acumulaba en la nuca.
Valeria, mientras tanto, se paseaba con su habitual elegancia, saludando con cordialidad a todos, como si fuera una pieza neutral en medio del juego. Pero Clara sabía —lo sentía en la piel— que era ella quien alimentaba esos rumores con frases dichas en voz baja, con sonrisas ambiguas