El amanecer del día de la boda llegó con un aire distinto, casi mágico. El cielo, despejado y de un azul limpio, parecía querer regalarle un comienzo perfecto. Clara abrió los ojos lentamente y, por un instante, creyó que todo era un sueño. Pero allí estaba: el vestido colgado con delicadeza en un rincón del cuarto y, en su mano, el anillo que brillaba con suavidad bajo la luz de la mañana.
Se incorporó despacio, sintiendo un cosquilleo recorrerle el cuerpo. “Hoy es el día”, pensó con un nudo en la garganta, no de miedo, sino de gratitud y emoción.
La casa estaba llena de movimiento y murmullos alegres. Su madre, Zulema, iba y venía con calma serena, revisando pequeños detalles, mientras la profesora Marcela Herrera, ya oficialmente su dama de honor, se encargaba de ayudar con flores, accesorios y palabras cálidas.
—Hoy no solo celebramos tu boda, Clara —dijo Marcela con una sonrisa emocionada mientras ajustaba un mechón rebelde de su cabello—. Hoy celebramos tu renacer, tu valentí