Los pasillos del hospital olían a desinfectante y a café viejo. A media mañana, dos hombres entraron discretos por la puerta lateral, guiados por Mykola. Llevaban los abrigos húmedos y una certeza grabada en el gesto.
En la habitación, Bastian estaba incorporado apenas, respirando con ayuda. Un monitor marcaba su pulso con un pitido regular. Mykola cerró la puerta tras ellos.
—¿Y bien? —preguntó en voz baja.
El más alto asintió, mirando a Bastian con respeto.
—El mensaje fue claro. Lo entendió. Aceptó la advertencia. No habrá otra… lo sabe.
Mykola sostuvo la mirada del hombre, buscando fisuras.
—¿Hubo resistencia?
—Solo silencio. Del que pesa.
Bastian dejó escapar un suspiro; en su rostro, el cansancio y una paz tensa se dieron la mano.
—Gracias —dijo, con voz áspera—. Nadie fuera de aquí debe saberlo.
—Ni Mateo ni Clara —confirmó Mykola, inclinando apenas la cabeza.
Los hombres se retiraron. Mykola se acercó a la cama y ajustó la manta.
—Está hecho.
—Cierra