Cuando la puerta se cerró definitivamente, un temblor lo sacudió. No era solo físico: era una derrota que no cabía en su pecho altivo.
Quedó Esteban, blanco como si un sudor le hubiera blanqueado la piel, con las manos frías y la respiración floja. Miró a su jefe con una expresión que sabía más a súplica que a reproche.
Facundo no habló de inmediato. Su respiración se aceleró y sus dedos apretaron la sábana hasta marcar la tela. Por dentro, su mente era una batalla: estaba destrozado, abatido y amenazado por seguir aferrándose a Clara. Había impulsado la destrucción de la reputación de Valeria para ganar espacio, la había arrastrado a una caída social y profesional de la que ella, astillada y humillada, aún no había vuelto. Y ahora, después de veintitrés días sin verla, la oquedad de su ausencia le mordía la garganta, preocupado por su bienestar y preguntándose si aquellos hombres también sabían de ella.
En la furia y en la derrota, un pensamiento irracional le vino: ¿qué diría Va