La oficina estaba en silencio, apenas interrumpido por el zumbido del aire acondicionado y el sonido seco de un lápiz contra el papel. Mateo inclinaba la cabeza sobre un plano estructural desplegado en la mesa, líneas que se cruzaban en ángulos precisos, cálculos anotados en columnas al margen, pero su mente no estaba allí del todo. Los números se desordenaban porque su corazón seguía atado a la habitación blanca del hospital, donde Clara trabajaba desde hacía ya una semana.
Intentaba concentrarse. “Viga de soporte… resistencia del concreto… carga distribuida…”, murmuraba, pero la voz de Clara en su memoria lo distraía. La noche anterior, con una sonrisa cansada pero firme, le había dicho que ya no podía soportar más sentirse inútil: que quería volver a ser arquitecta, aunque fuera desde su cama. Y cuando Clara decidía algo, nadie podía detenerla, ni siquiera él.
El celular vibró sobre la mesa y la pantalla iluminó con una videollamada entrante. Mateo no necesitó mirar el nombre: