Valeria giró sobre sus talones con brusquedad, incapaz de seguir mirándolo sin sentir que algo dentro de ella se desgarraba. Le dio la espalda, los brazos cruzados con rigidez, como si así pudiera contener el torbellino que le ardía en el pecho. Su respiración estaba alterada, entrecortada, y él lo notó al instante. Facundo entrecerró los ojos, fijándose en el modo en que sus hombros subían y bajaban, tensos, como si cada inhalación fuera un combate.
Por un momento, el silencio se volvió tan espeso que parecía ahogar la habitación. Facundo cerró los ojos y, con voz baja, sin la arrogancia habitual, dejó escapar una palabra que casi nunca usaba:
—Valeria…
Ella no respondió. Mantuvo la mirada fija en la pared, como si allí pudiera encontrar un refugio contra esa voz que la desarmaba más que cualquier golpe.
—Valeria —repitió, esta vez más suave, con un tono cargado de algo extraño en él: calma y cariño.
Ella tragó saliva, intentando no ceder, pero sus piernas temblaban. Finalmente,