El reloj de la sala marcaba las ocho de la mañana cuando Clara bajó lentamente las escaleras de la casa, con una serenidad que pocas semanas atrás habría parecido imposible. Llevaba puesto un vestido sencillo de algodón gris, cómodo, ceñido apenas en la cintura. El cabello recogido en una trenza floja le daba un aire relajado, casi juvenil. En su rostro todavía había rastros de cansancio, pero el brillo en sus ojos hablaba de una energía recuperada.
Mateo la esperaba en la mesa, con el café recién servido y una carpeta con los documentos que habían organizado para la cita. Cuando la vio aparecer, se levantó enseguida, como si cada paso de ella fuera motivo de cuidado.
—¿Dormiste bien? —preguntó con voz suave, acercándose para darle un beso en la frente.
—Como nunca —respondió Clara, sonriendo—. Creo que ya no recuerdo la última noche que pasé sin interrupciones ni dolores.
Mateo sonrió aliviado, aunque no dejó de observarla con la mirada atenta de quien teme cualquier recaída.
—H