Había pasado un mes, pero para Ana, cada día se sentía como una mezcla entre calma y confusión.
El tiempo había seguido su curso con la precisión de un reloj, pero su corazón parecía haberse detenido en ese instante, cuando la lluvia golpeaba los ventanales y Leonardo la había besado como si el mundo no existiera.
Desde entonces, Ana mantenía una distancia prudente. No quería hacerse ilusiones, no después de todo lo vivido. Iba al instituto por las mañanas, trabajaba en Santori Corp por las tardes y volvía al apartamento cuando ya el cansancio le pesaba más que los pensamientos.
De Martín no se había sabido nada, y de Julián mucho menos. Aquella paz, aunque frágil, se sentía como un regalo.
Clara, por su parte, seguía siendo la misma: ruidosa, imprudente, risueña. Hablaba hasta por los codos y siempre encontraba la manera de sacar a Ana de su seriedad, aunque fuera por unos minutos.
Leonardo también seguía siendo parte de su vida.
Atento, discreto, constante.
A veces llegaba con un ra