Transcurrió la mañana y la tarde estaba en silencio. El apartamento parecía más grande de lo habitual, como si el eco del desmayo aún flotara en las paredes. Luego de una siesta Ana despertó con un ligero dolor de cabeza y una sensación extraña en el pecho.
Clara no estaba.
Había salido sin avisar. Sobre la mesa del comedor solo había una nota escrita con letra apurada:
> “No te preocupes, vuelvo más tarde. Descansa. —C.”
Ana suspiró.
El silencio no era su mejor compañía. Cada rincón del apartamento le recordaba algo: la preocupación en los ojos de Leonardo, la manera en que la había sostenido, su voz llamándola con urgencia.
Intentó distraerse con el almuerzo, pero apenas probó un par de bocados. Su estómago se revolvía con facilidad y las manos le temblaban sin motivo.
—No puede ser… —susurró, apoyando los codos sobre la mesa.
El recuerdo de aquella noche regresó con nitidez.
La lluvia, el calor del cuerpo de Leonardo sobre el suyo, la entrega, la falta de control.
Y sobre