El sonido de la música llenaba el lugar, una mezcla de luces, risas y movimiento. Ana seguía sin reaccionar, observando la mano extendida frente a ella. El hombre del café —aquel que había irrumpido en su vida por accidente— la miraba con una calma inquietante, esperando su respuesta.
Clara, que seguía cerca, la empujó suavemente con el codo.
—Vamos, Ana, ¿qué pierdes? Es solo un baile.
Ana respiró hondo y, sin pensarlo más, colocó su mano sobre la de él. Su piel era cálida, firme, y al instante sintió como un escalofrío recorría su cuerpo.
Julián frunció el ceño, pero no dijo nada; solo apretó su vaso con fuerza mientras los veía alejarse.
El extraño la condujo hasta el centro de la pista. No dijo palabra alguna. Solo la tomó por la cintura, con esa seguridad que parecía desafiar la distancia entre ellos. Ana intentó mantener la compostura, pero el corazón le latía tan rápido que temía que él pudiera escucharlo.
—No suelo bailar —murmuró ella, casi para sí misma.
Él no respondió. Sim