Ana llegó a la casa de Clara con el corazón latiéndole a un ritmo frenético. Cada paso que daba le parecía un eco de lo que acababa de vivir: la inesperada aparición de Martín, libre, frente a ella.
Cuando empujó la puerta, la calidez del hogar de Clara le dio la bienvenida, pero no logró espantar la sensación de frío que aún tenía incrustada en los huesos.
—Ana, ¿estás bien? —la voz de Clara sonó desde la sala, cargada de preocupación.
Ana no respondió de inmediato. Necesitaba recomponerse, no podía mostrar debilidad. Había pasado demasiado tiempo siendo vulnerable, demasiado tiempo dejando que otros vieran su dolor. Inspiró profundo y se obligó a erguirse.
—Estoy aquí —respondió con un tono que buscaba firmeza.
Fue entonces cuando lo vio. Julián estaba sentado en el sofá, con una sonrisa que parecía iluminar el lugar. Al verla, se levantó enseguida, como si su sola presencia le hubiera devuelto la energía.
—¡Ana! —exclamó, y la alegría en su voz contrastaba con el torbe