Ana se miró al espejo por quinta vez, insegura de cada detalle. La blusa de seda color marfil que había escogido resaltaba su piel suave, y la falda lápiz negra que Clara le había prestado delineaba su figura con una elegancia discreta. Dudó en ponerse los tacones, pero al final los calzó: eran negros, sencillos, no demasiado altos, pero bastaba para darle un aire distinto, más seguro.
Clara, apoyada en el marco de la puerta, la observaba con una sonrisa cómplice.
—Vas preciosa, Ana. Créeme, ese hombre se va a quedar sin palabras apenas te vea.
Ana bajó la mirada, sintiendo un rubor cálido recorrerle las mejillas.
—No es una cita, Clara. Solo… solo es una cena para conversar —intentó justificarse, aunque sabía que ni ella misma se creía del todo sus palabras.
—Ajá, sí, “solo una cena” —replicó Clara con tono divertido—. Y yo solo guardo estos zapatos de tacón para limpiar la casa.
Ambas rieron, aunque en el fondo Ana estaba nerviosa. Nunca antes se había permitido ilusionarse con algu