MARÍA
El ruido del motor se apagó exactamente donde lo había previsto: a trescientos metros del acceso secundario al almacén 17. La niebla matinal seguía adherida al suelo como un manto de humo perezoso, ocultando las ruedas del coche y las siluetas que se movían alrededor. Desde mi punto en el tejado, podía verlo todo.
Lev Zaitsev estaba a punto de llegar. Puntual, como cada maldito día. Siempre con el mismo vehículo blindado, escoltado por dos jeeps, y un séquito que parecía más ornamental que útil. A esa hora, solo venía con quien parecía ser su mano derecha y un par de idiotas que jugaban a ser soldados.
El almacén era uno de sus puntos de control para las rutas del oeste. Importante. Pero no irremplazable. Por eso lo elegí.
Dmitri había sido claro. No debía matarlo. Ni siquiera debía herirlo gravemente. Solo provocar el suficiente caos como para que la serpiente —la suya— asomara la cabeza. Nikita. O lo que quedara de ella, porque tenía ganas de matarla desde que se asomara.
—Tie