La sangre le latía en las sienes. El coche rugía por la autopista nocturna como un animal herido, tragando kilómetros con neumáticos que ya olían a muerte.
Nikita iba en el asiento del copiloto, envuelta en una manta gris que no bastaba para calmar sus temblores. Sus ojos iban abiertos, pero no parecía ver. Apenas respiraba. El cuerpo se estremecía en intervalos desordenados, como si intentara despertar de una pesadilla que aún no había terminado. El zumbido de las sirenas en su cabeza competía con las luces de los vehículos que los seguían.
Tres coches. Implacables. Cazadores.
Vozdukh conducía. Una mano en el volante, la otra sujeta al muslo de Nikita. La tocaba para evitar que se desplomara, para recordarle que seguía viva, aunque no tuviera fuerza ni para hablar.
—Respira —le dijo sin mirarla—. Solo respira, Nikita.
Ella intentó hacerlo. El pecho subía y bajaba con dificultad. Sus labios estaban blancos. De repente, su garganta se contrajo. Giró la cabeza a un lado y vomitó sin avi