Lya vivía en un tercer piso sin ascensor, en un edificio estrecho, con escaleras que crujían y paredes que olían a humedad y jabón barato.
Vozdukh no se quejó. La siguió como lo había hecho las noches anteriores, pero esta vez no hasta el callejón trasero del hospital ni a la sala de mantenimiento donde se habían besado la otra vez. Esta vez, ella le abrió la puerta de su casa.
Era un gran paso y rápido, pues él no tenía todo el tiempo del mundo para llegar más allá, para poder obtener más.
—No es gran cosa —dijo Lya, soltando las llaves con una mano mientras le quitaba el abrigo con la otra.
—Mejor. Odio lo grandioso —murmuró él, con voz grave y clara.
Lya solo sonrió. Estaba cansada, sí, pero el tipo tenía algo en la mirada que la reanimaba. No hablaba mucho, no pedía nada. Pero cuando la miraba, el mundo entero parecía callar. Esa noche, ella le había dicho que lo quería solo para ella. Y él, como siempre, no se resistió.
No se desvistieron con lentitud. La ropa cayó entre el pasil