Carlo abrió la puerta con una llave que había obtenido de la manera habitual: un cerrajero comprado, una cerradura “revisada por seguridad”. No dejó que sus hombres tocaran nada. Era su momento, su incursión.
La penumbra olía a polvo leve, a libros cerrados demasiado tiempo. Había silencio de abandono reciente: dos semanas apenas, desde que la había sacado de allí. Un vaso en el fregadero, una bufanda caída sobre una silla, un sobre sin abrir en el suelo. El eco de una vida interrumpida.
Caminó despacio, con esa calma que engañaba a los demás pero que dentro era cálculo constante. Observaba cada detalle como si el apartamento fuera un retrato de su dueña.
La sala principal era clara, con paredes blancas y estantes altos llenos de libros de arte. No habían novelas, ni frivolidades: catálogos, ensayos, volúmenes gruesos de historia pictórica. Había carpetas en el suelo, abiertas, con notas en letra apretada. El escritorio estaba cubierto de cuadernos Moleskine, cada uno con una etiqueta