París tenía un brillo distinto cuando el plan de alguien más dictaba cada detalle.
María lo sintió desde que despertó. Todo estaba orquestado para esa tarde, para el encuentro que Carlo había llamado “fortuito” con un gesto cínico en los labios. Ella sabía que no había nada de fortuito en su mundo: cada paso era cálculo.
La maquillaron con un trazo ligero, sofisticado, como si hubiese nacido con la piel perfecta. El vestido que eligió no era el más revelador de la colección, pero sí el más certero: negro, columna, escote limpio, espalda baja. La tela caía como un río hasta el suelo, y cada movimiento prometía más de lo que mostraba. Se recogió el cabello en un moño bajo, dejando libres un par de mechones que rozaban sus pómulos. Joyas discretas: perlas pequeñas en las orejas, un brazalete fino de oro blanco. Ni más, ni menos. Exacto.
Cuando salió al salón, Carlo ya estaba esperándola. Traje azul medianoche, corbata seda gris, reloj de oro en la muñeca. Estaba impecable, como siempre.