Fausto.
Cancún, Quintana Roo. Mire los focos naranjas con forma de calabazas que iluminaron todo el patio exterior de la mansión a través de mi ventanal. Mis amas de llaves tenían la obligación de adecuar todas mis casas alrededor del mundo según la temporada, aunque yo no estuviera en ellas. Siempre debían estar presentables. Esa era la regla. Respiré hondo justo cuando tocaron a la puerta de mi oficina. Había cambiado todos los muebles después del altercado con Indra. Parecían meses de ese suceso, y solo habían sido días. Yo maté a su mejor amigo. No había otro culpable. Y cargaría con esa consecuencia como lo había hecho con tantas otras. El silencio de los ex gobernadores costó 100 millones de dólares. Ni siquiera pudieron darle un entierro a su único hijo. Así como yo tampoco había podido tener un duelo de mi único heredero. Mi media hermana menor entró con evidente nerviosismo. Solo le señalé el sillón individual de piel blanca, el mismo en el que corrió a sentarse en silencio. Miré sus manos desnudas de joyería, juntas, como si estuviera rezando. Victoria Nava. Inútil. La causante de que el amor de mi vida no esté hoy conmigo. Volví la vista hacia la ventana, esperando aun que llegara la camioneta con la familia de Indra. Iván y yo habíamos intentado construir una historia creíble: "Si estaba muerta", "Si la habían secuestrado de nuevo". Pero entre más escuchaba esas versiones, más me repugnaba la idea de mentir otra vez a su familia. A Indra la había engañado casi toda nuestra relación, y nada bueno había salido de eso. El olor a menta del humidificador me ayudó a aclarar los pensamientos. Finalmente mis rejas principales se abrieron imponentes, de acero a prueba de balas. Una Suburban se estacionó, y con ella llegaron las personas que más quería Indra. Ligeros nervios me inundaron de golpe. Contrólate Fausto. Me enderecé en la silla giratoria, me pinché el puente de la nariz intentando recordar qué demonios se suponía que tenía que decir. La puerta se abrió violentamente. Lo primero que vi fue a un alterado Emiliano, con pequeños curitas aún pegados en la mejilla izquierda. —¿Dónde está mi hermana? —sus largos brazos se apoyaron en mi escritorio, y me miró con una intensidad feroz, una desesperación contenida. Su madre lo siguió, con ojeras profundas, y de la mano de la hermana mayor de Indra. Como Ariana Díaz fuera el ancla emocional de su madre. Los ojos de Ariana me miraron brillosos en tristeza y lo que parecía impotencia. Ella lo sabía. No pude seguir sosteniéndole la mirada. El padre de Indra apareció segundos después a paso lento, acompañado por Iván y Leslie. Eran las 12:40 am del 31 de octubre. Solo hasta esa hora, los altos mandos—incluyéndome— habíamos logrado desocuparnos para atender a la familia de mi aún esposa. Sentí que, de pronto, había demasiados extraños a mi alrededor. Instantáneamente me puse a la defensiva. ¿Y si ellos mismos habían vendido a su hija? No sería algo nuevo en mi mundo. Emiliano, amigo de la hermana de Salazar... ¿Cómo era posible que ese enclenque nunca se hubiese dado cuenta de nada? También a ti te vieron la cara de pendejo, Fausto. Miré a Angélica. Tan pálida, tan delgada. Sus ojos parecían botones secos bajo esas ojeras. ¿Así se había sentido mi madre cada vez que Alejandro me llevaba a los asuntos de la mafia? —Voy a ser breve y conciso, porque estoy cansado —dije. —Indra decidió venderse al cártel del Infierno para protegerlos a todos ustedes. Se intercambió por mi hermana. —Señalé con la barbilla a Victoria, la cual estaba intentando contener el silencioso llanto —Esa inútil de allá atrás— finalice perezoso. Iván abrió los ojos, horrorizado. —¡Fausto, ¿Qué chingados estás haciendo?! —me gritó el gobernador. El padre de Indra frunció el ceño, cruzándose de brazos. Estaba incómodo. Molesto. —¿A qué te refieres, Fausto? ¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está mi niña? —la voz de Angélica se quebró. Apoyé los codos sobre el escritorio, me sostuve el mentón cuando cruce mis manos en un intento que detener los temblores que intentaban ganar terreno en mi cuerpo. —Pasa que su hija se casó con un narcotraficante —dije con una risa seca. Esto no tenía sentido para ellos. Nunca lo tendría. —¡Fausto, por favor! —repitió Iván. Leslie se cubrió la boca, impactada por mi cinismo. ¿Ah pero yo era el maldito problema? ¿Yo había sido el político de m****a que decidió hacer un pacto con la mafia para ganar poder y dinero? ¿Para ser intocable? ¿Yo era el malo? —Pues es la verdad, gobernador. Indra se casó conmigo. ¿Y qué soy yo? La peor desgracia de su vida. Y aun sabiendo eso, ella corrió el riesgo. Sabía a lo que se enfrentaba—. No sé por qué, pero entre mi argumento, la risa no me cabía en el pecho. Tuve que soltarla. Esto era absurdo. —¿¡Te aliaste con un puto cártel para ganar la gubernatura!? —gritó Guillermo Díaz directamente a Iván. Y de pronto todos empezaron a gritarse entre sí. Iván a Guillermo intentando calmarlo. Angélica a Leslie hablando sobre que había vendido a su hija. Bueno, este ya no era mi problema. Así que, en medio de mi risa, me serví otro whisky. Porque, m****a... Nunca había convivido tan íntimamente con la familia de Indra. Esta era la primera pelea familiar que veía y solo había alguien capaz de calmar esta situación. Y ella ya no iba a regresar. —¡Ya! ¡Eso luego lo resuelven ustedes!—Para mi sorpresa, fue Emiliano quien gritó. Ariana lo había obligado a sentarse en medio del caos, pero este se levantó furioso. —¿Por qué no la traes de regreso? ¡Ya lo hiciste una vez, Fausto! ¡Trae a mi hermana!— Demasiado exigente para mi gusto Emiliano se atrevió a señalarme. —No puedo —le dije, dándole un trago al alcohol. De reojo vi a Victoria. Ahora si lloraba en silencio al fondo del salón. Rodé los ojos internamente. ¿Y ahora por qué berreaba? Ella estaba aquí. Indra no. Así de simple. —¿No puedes... o no quieres? ¡Alguna m****a buena vio Indra en ti para atreverse a casarse contigo, aún sabiendo quién eras! ¡Claro que puedes traerla!— Emiliano me congeló con ese reclamo. Porque sí. Podía traerla de regreso. Ya lo había hecho antes. ¿Pero a costa de qué? Perdería todo por lo que he trabajado. Mis aliados me darían la espalda. Adiós a mi presidencia. A mi estúpida pero necesaria alianza con Salazar. Dejaría de ser invencible... por ella. —Tienes razón, Emiliano. No quiero. Y no voy a hacer nada. Ella tomó su decisión sin consultarme. ¡No voy a exponer todo lo que está en juego solo por ella!—. El grito me brotó desde lo más profundo. De toda la rabia acumulada. Querían que fuera el maldito monstruo que creían que era. Pues lo iba a ser. —¡Eres peor que ellos!¡Peor que el cártel del Infierno, porque tú nos mentiste! ¡Usaste a mi hermana! —me gritó Emiliano, de frente, sin miedo. —¿Yo la usé? ¿Te estás escuchando, Emiliano? ¡Debería interrogarte por tu amistad con la hermana de Salazar! ¡Ella estuvo frente a tus narices todo el tiempo!— yo también le grité levantándome de golpe de mi silla. Angélica se acercó rápidamente para tomar al adolescente por los brazos, aterrada. —No, por favor, Fausto, te lo ruego. No te vayas a llevar también a mi hijo —me suplico llorando Angelica. ¿Yo le había quitado a su hija? —¡Que me lleve! ¡Yo sí voy a traer de regreso a mi hermana! ¡Ella se lee asustada en su carta! ¡Tú debiste cuidarla, Fausto!—. Lancé mi vaso contra el librero. El cristal estalló como desee que lo hicieran mis emociones en ese momento. —¡Emiliano, cállate ya! —le gritó Guillermo, intentando detener a su hijo de sacarme de quicio. Pero era demasiado tarde. Maldita sea, Ulises. Te dije que quemaras esas cartas, no que se las dieras a la familia de Indra. —¡Pues de una vez, niño! ¡Vámonos al infierno!—rugí, con el filtro rojo cubriéndome la vista. Rodee el escritorio para poder quedar frente a Emiliano. Iván me tomó del brazo, pero lo sacudí salvajemente. Luego tomé la muñeca del muchacho para arrastrarlo fuera del cuarto. Emiliano me gritó una sarta de maldiciones. Los aullidos de Angelica se intensificaron taladrándome los tímpanos. Guillermo se intentó meter entre nosotros 2, no logró hacer que yo soltara a su hijo. Todos se volvieron locos a mi alrededor. Y entonces, sin pensarlo, saqué la pistola dorada que llevaba en el pantalón. No recuerdo en qué momento la había tomado. Leslie y Ariana gritaron también y yo disparé al techo dejando una abolladura en este. Silencio absoluto. De pronto sentí las finas manos de mi hermana sobre mi brazo que aún sostenía la muñeca de Emiliano. —No quieres hacerlo, Fausto. Yo sé que no lo quieres. La amas demasiado. No vas a hacerle esto a su hermano—susurró con la voz temblorosa. Si no fuera por ella, Indra estaría aquí. Por primera vez en mucho tiempo miré a mi hermana verdaderamente. Sus ojos parecieron deslumbrar una horrible humanidad que no quise comparar con el amor de mi vida. Me sacudí sus manos. Solté a Emiliano. —Entonces hazte cargo tú de la situación —le siseé a Victoria. Y salí, dejando la puerta abierta en el acto. Bajé los escalones como si estuviera huyendo de la muerte. César se me atravesó en el camino. Cómo los odiaba. Desde que mis hermanos llegaron a esta tierra, yo dejé de ser el único Villanueva. Lo empujé en el pasillo principal. César tropezó, claramente sin esperar que su propia sangre lo atacara. Luego azoté la puerta principal. Saqué del bolsillo de mi pantalón deportivo las llaves de la Jeep negra. "El Perro" ladró con furia hacia mi. Lo tenían amarrado a un árbol porque se había vuelto loco desde que Indra no había regresado a su hogar. Lo que su cadena de castigo le permitió acercarse hacia mi para atacarme fue burdo. "El perro" no dejó de gruñirme. Maldito perro malagradecido. Yo le di techo, comida. Todo por ella. Por hacerla feliz. Pero ella ya no iba a estar aquí para atenderlo. La mano me temblaba. Aun así, alcé el arma. No fui capaz de mirar a la única mascota que había tenido de frente. Era un maldito cobarde. Dos balazos después, solo se oían los grillos. Silencio absoluto. Había hombres por doquier, pero todos se quedaron quietos. Perfecto. Que me tuvieran miedo. Ya estuvo bueno. Si me acababan de regalar un reino, iba a aprovecharlo. Encendí la camioneta y luego salí por la carretera, golpeando la reja metálica sin esperar a que se abriera. Solté una carcajada. —¡Indra va a tener un bebé de ese perro del infierno!—Me sentí mejor al gritarlo. —¡No la van a matar! ¡Va a vivir feliz el resto de sus putos días, porque regresó con él!—. Golpeé el volante. Subí el volumen de la música de rap. Y aceleré más. Me vieron la cara de pendejo todo el tiempo. Y ahora los roles se habían invertido. Yo no destruí a nadie. A mí me acabaron. Y ahora... Yo voy a terminar con todo.