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6. El temible emperador

Fausto.

Cancún, Quintana Roo.

Le di un enorme trago a mi termo de café —relleno de whisky— cuando bajé de la camioneta, recién bañado y perfumado.

Me acomodé el cuello de la camisa y los lentes de sol antes de seguirle el paso a Emmett.

Por fin, el clima fresco me hizo sentir mejor.

Uno de mis hombres me sostuvo la puerta principal del edificio gubernamental para que pudiera entrar.

Los mundanos que esperaban su turno en las oficinas del gobierno me miraron como si fuera un artista o alguien muy importante. Y demonios... claro que lo era.

En el elevador, me observé en el reflejo.

La nueva barba recortada me hacía sentir más poderoso. Más tosco.

Las secretarias del pasillo me miraron de pies a cabeza, cerrando la boca de la impresión.

Les dediqué una coqueta sonrisa y seguí caminando.

Emmett me abrió la puerta de la oficina del gobernador en Cancún, la cual estaba vacía.

Así le había pedido a Iván que estuviera esta semana. Después de todo... esto era mío.

Me lancé contra la silla giratoria y subí los zapatos al escritorio de caoba que tenía Iván.

Había un gran cuadro detrás mío, con la pareja gubernamental. Quedaría mejor uno mío.

Me burlé en silencio, dándole otro trago al whisky que estaba tomando a las diez de la mañana.

—Ahora sí... a trabajar —dije en voz alta, chasqueando los dedos para que me trajeran mis laptops.

Tenía la vista fija en la pantalla que mostraba la cámara de video de la avenida donde vivía la familia de Indra.

Victoria llevaba todo el día dentro de esa casa y no tenía ni idea de qué m****a estaba haciendo ahí.

La puerta se abrió de golpe y me obligó a apartar la vista de la pantalla.

Vladimir entró indignado con la camisa deportiva negra repleta de tierra, sus caireles rubios de Lucifer se veían despeinados en furia.

El ruso azoto las manos sobre mi mesa. Sus nudillos tenían manchas rojas secas. Sangre.

Apenas le alcé las cejas antes de darle otra inhalada a mi puro. Fumar me calmaba. Me centraba.

—¡Acabo de asesinar a seis de tus hombres en Bonfil porque no me dijiste que estaban de encubiertos! —Vladimir sonó histérico para mi gusto.

Le alcé las manos para que se calmara. Mis anillos y mi reloj Cartier resplandecieron contra los rayos del sol que se metían a través de la amplia ventana.

—Shhh... no grites, Vlad. Tal vez se me pasó decirte, pero pues... estaba trabajando —le respondí encogiéndome de hombros.

—¿Trabajando? ¡Te dije que me dejaras la práctica táctica a mí, para que esto no llegara a las noticias! ¡Yo me encargo de las ratas que quedan en el estado! ¡Tú no, Fausto! ¡Deja de contradecir todas las putas órdenes que das!—.

Le di otro trago a mi alcohol. Ya estaba cansado de tanto odio tan temprano.

O sea, ¿Qué pedo con Vladimir? ¿Siempre estaba tan gruñón? Alguien háblele a Kimberly para que lo atienda.

Me carcajeé ante su imagen. Pude jurar que a mi amigo le saltó una vena en la frente del coraje.

—¡Fausto de Villanueva, es la una de la tarde y ya estás pedísimo! ¡Esto no puede seguir así, voy a hablar con tu padre!—. Rugió Vladimir.

Ahora fui yo quien se levantó de golpe, azotando las manos sobre la mesa. Casi me caigo, pero logré mantenerme en pie. Para mí, eso ya era un enorme avance.

—¡Pero qué amargado eres, Vladimir! —le grité burlón, recogiendo mis celulares.

Tambaleé otra vez, pero caminé lo más derecho que pude hacia la puerta. Ni cuenta me había dado de que la mañana ya se había ido al carajo.

—¡¿Fausto, neta todo te vale madres ahora?!—.

Me detuve en la puerta y luego me giré a verlo con una sonrisa.

—Nop. No me vale madres. Y ¿qué crees, Vlad...? Ya no vas a poder acusarme con tu queridísimo Alejandro de Villanueva— no perdí mi falso carisma al ver a Vladimir alzar las cejas, confundido.

—Me tomé la libertad de mandar a Luis a hacer una negociación con la DEA... a cambio de la extradición de mi padre— Por fin lo dije en voz alta. Y se sintió liberador.

—Ni tu le harías eso a tu padre emperador —dijo Vladimir cruzándose de brazos.

Odié el pinche tono con el que me habló.

Alejandro de Villanueva solo me estorbaba. Siempre lo había hecho. Mi padre solo me dio la vida, a cambio de quitarme todo lo demás. Mi madre se fue antes que él.

Mi status había sido por el, mis enemigos los suyos, su legado el mío. La vida que Alejandro me dio, hizo que ella se fuera.

—La verdad, Vladimir, es que me gustaría llegar a la presidencia sin contratiempos... y Alejandro representa uno. Así que ve diciéndole adiós a tu padrino—.

Salí de ahí como pude, sintiendo que todo se movía más rápido de lo normal.

Entre pesados parpadeos llegué a la camioneta con ayuda de Emmett.

Cuando iba a cerrar la puerta, el maldito ruso se metió conmigo.

—No estás bien, Fausto. Maldita sea...

Le sonreí. Cerré los ojos para ignorarlo un rato.

Algo gritó en ruso, pero yo lo chité, subiendo las piernas al asiento trasero.

Una pequeñita siesta no le hace daño a nadie.

—¡Hay que pasar por Victoria! —grité de pronto, reviviendo. Por poco olvidó a mi maldita media hermana.

Vladimir suspiró, le llamó a alguien por el celular y luego respondió: —Ya está en la casa.

Me burlé en su cara.

—Hermano... ella estaba en casa de los Díaz. Estoy pedo, no pendejo—.

Vladimir gruñó, pero no respondió nada en todo el trayecto de nuevo a mi mansión en Cancún.

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