Fausto.
Guadalajara, Jalisco. —¡Pero qué chingados! ¡Han perdido la razón! —grité, levantándome del sillón. Vladimir se frotó la cabeza con ambas manos, claramente agotado. Ulises, a su lado, intentaba fingir calma, pero el cuello rígido lo delataba. Mis aliados más cercanos, reunidos en esa junta exprés, se notaban tensos. Más de lo habitual. Enzo y Kimberly ni siquiera levantaron la vista de sus laptops. Le dejaron el peso de la conversación a los demás. —La verdad, concuerdo con Fausto. That doesn't make any sense —dijo Miley Wilson desde el otro extremo de la mesa. Me sostuvo la mirada con sus enormes ojos azules. Al igual que todos, la estadunidense pudo notar el ambiente lúgubre de esta situación. —¡Esto puede ser una trampa! —continué, azotando ambas manos sobre la madera. —Las células de Salazar han desaparecido en toda la frontera. En doce estados, la violencia disminuyó sesenta por ciento porque el Diablo sacó a sus fuerzas especiales y las escondió en quién sabe dónde —dijo Vladimir, antes de soltar un suspiro. —Fausto, esta es la salida menos costosa. Menos pérdida monetaria. Más hombres vivos que podremos usar para otras cosas. ¡Eso es lo que querías, chingadamadre! ¡Querías que la violencia disminuyera para que votaran por Iván! —me soltó el ruso de golpe. Vladimir se notaba harto. Cansado de tratar de lidiar con todos mis problemas al mismo tiempo. Me quedé estático. Todo esto era mi culpa. Tenía que pensar bien. No podía seguir cargando a los hombros de mis amigos. Maldita sea. Le pegué a la mesa con el puño cerrado. El dolor no me bastó para calmarme. ¡Claro que quería eso! ¡Pero no de esta forma! ¡No quería que me lo regalaran! —Y claro que lo quiero Vladimir, pero esto viene del maldito Dante Salazar, nadie te regala algo así, mucho menos sin pedir nada a cambio. ¡Puede ser una trampa!—terminé gritando. La puerta se abrió. Bufé cuando vi a mis dos medios hermanos aparecer. Lo que me faltaba. Victoria tenía el rostro limpio, sin una gota de maquillaje. Su cabello negro corto, natural, y unos tenis blancos que la hacían ver aún más diminuta al lado de César. ¿De qué me servía Victoria aquí? ¡No aportaba nada! —Tus hermanos también tienen peso en las votaciones, Fausto —dijo Ulises, levantándose de su asiento. Me dio una palmada en la cabeza, como cuando éramos adolescentes. Sentí que el cerebro me daba vueltas y no precisamente por su golpe amistoso. —Sé que esto no es como lo imaginaste, Fausto, pero créeme. Es lo mejor. Tenemos que detener esta guerra absurda. Has perdido demasiado. Todos lo hemos hecho. Es momento de recibir unas vacaciones. Entiendo que no quieras ver la realidad... pero esto no puede seguir así— como siempre, desde que tenía memoria. Ulises era más sereno que Vladimir. Nuestro mediador. No quise responder la sarta de maldiciones que quería soltar realmente por respeto a mis amigo. Di media vuelta dispuesto a salir del despacho. —Hagan lo que quieran. Pero yo soy el único Villanueva que toma decisiones aquí—Finalice. Mis hermanos se hicieron a un lado, contra la pared y yo me marché como alma que lleva el diablo. Recorrí el pasillo alfombrado a toda velocidad. ¡Dante Salazar era un hijo de puta! Mi estómago era un remolino de rabia contenida. En el elevador, me observé en el reflejo del acero. Ese hombre de ojos verdes y barba me devolvió una mirada cansada. Las ojeras, los hombros vencidos, el cuello desalineado de la camisa... parecía un lunático. —¿En qué m****a te convertiste, Fausto? —murmuré. Pasé el resto del día solo, encerrado en una oficina inferior, dejando que mis aliados prepararan el viaje a Mérida. El mismo lugar donde firmaríamos un acuerdo con el maldito Diablo. El mismo que se había llevado a la luz de mi vida. Pasadas las cuatro, después de dos puros, encendí mis celulares. Era hora de volver a la realidad. Preguntas. Decenas de preguntas por parte de la familia de Indra. Preguntas que Iván no supo responder. ¿Cómo se resolvía esto? Debía idear un plan, me dije, tirándome en un sillón con una manta de algodón encima. Debía pensar. Pero me rendí al sueño que no sabía que necesitaba tanto. —No, pues sí hace calor —dijo Ulises, intentando abanicarse con su propia camiseta mientras el aire a toda potencia de la camioneta le daba en el rostro desde el asiento del copiloto. Vladimir, al volante, iba concentrado en el GPS mientras guiaba la Suburban blindada y polarizada por las calles de Mérida. Yo no había dicho una sola palabra desde que me subieron al avión casi a la fuerza. Según Ulises, parecía el "Niño Berrinches". No un "adulto empoderado". Mérida era el único territorio en México donde se había pactado, desde hace años, no derramar sangre. Esta ciudad tenía su propio código de honor entre mafiosos. Nadie entraba armado. Nadie llegaba con escoltas. Era tierra neutral. Así que parecíamos un grupo de adultos jóvenes de vacaciones. Un chiste. Enzo iba acostado en los asientos traseros, con una paleta de hielo en los labios. Ignorándonos como si no fuéramos nada. Y para mi horror, César estaba sentado a mi lado. Dormido. Con los audífonos puestos. Jamás lo habría traído a un evento tan importante, pero últimamente tenía que vigilarlo veinticuatro horas. No podía darle ni un minuto libre para que fuera de bocón con mi padre. Había logrado ignorar a Alejandro hasta el día de hoy y quería que se quedara así, por el resto de lo que me quedaba de vida. Yo estaba lo suficientemente grandecito para manejar mis propios problemas. Aunque, la verdad... nada me estaba saliendo bien. Suspiré cuando al fin Vladimir estacionó frente a las oficinas del centro de convenciones. —Creo que me quedé sin trasero —se quejó Ulises al bajar de la camioneta y estirarse. Lo seguí, con mis lentes de sol Armani y la camisa empapada por el sudor y la humedad. —Qué perro calor —bufó Vladimir, quitándose la chamarra deportiva también. —Pues sí, ruso. Esto es tierra caliente —dijo Enzo con una sonrisa burlona. Llevaba bermudas y una camisa a cuadros sin mangas. Como si estuviéramos en la playa. A Enzo le valía madres el protocolo. Las chanclas con las que bajó por las escaleras de piedra resonaban por todo el vacío lugar. Ulises lo miró con desaprobación. Suspiré siguiendo a mis amigos hasta la puerta principal, la cual abrí por mi propia cuenta. Un golpe de aire frío me recibió. Adentro, las luces estaban apagadas. Sin embargo la luz natural que se filtraba a través de los ventanales era más que suficiente. Había un detector de metales, pero nadie lo vigilaba. No hacía falta. No veníamos armados. Aunque, honestamente, nosotros mismos ya éramos armas. Seguimos el único pasillo iluminado y luego subimos por unas escaleras hasta una oficina sin puertas, de donde salía un olor dulce y extraño... a palomitas de cine. Una luz neón morada bañaba el gran cuarto sin ventanas. Había una sola mesa larga de vidrio, con tres personajes ridículamente disfrazados sentados, y dos más recargados contra la pared, susurrándose cosas. El único que tenía el rostro descubierto era el maldito Salazar, tragando cínicamente palomitas directo de una caja. Sentí la mano de Ulises sobre mi cuello. Una advertencia muda. Fui sentado como un niño en la cabecera. Mis aliados se acomodaron a mis lados, cubriéndome. Enzo, como los otros dos enmascarados, prefirió quedarse recargado en la pared. Fijé la vista en Salazar. Su mirada tranquila, sostenida sobre la mía sin dejar de comer, me estaba quebrando. Era un hijo de puta. Un mal nacido. No quería imaginar el dolor que le había causado a Indra. ¿Ya la había asesinado? Mi pecho se oprimió con cada segundo de silencio. Lleno de dudas y escenarios cada vez más horripilantes. —¿Y luego? ¿No piensan hablar o qué? —dijo Dante con la boca llena. La mujer a su lado, con antifaz de Gatúbela y ojos fríos, le pegó en el hombro. Él bufó. Johanna Jagger. Enemiga número uno de Kimberly. Podría reconocer esos ojos verdes de gato en cualquier lugar. Eso y su capacidad para evadir todos los sistemas de Kimberly. —Bueno, ¿Qué opinan de lo que dijo el Chino? Todo quedará pactado. Los territorios. El traslado de droga, mis hombres —habló Dante, ahora menos soberbio. Ulises me pisó debajo de la mesa. No había nada para que hiciera eso. Dejé de fruncir el ceño y lo miré de reojo acusatoria mente. —¿Por qué ahora? —preguntó Vladimir, abriendo el juego. Aproveché para devolverle el pisotón a Ulises, pero el cabrón ni se inmutó. —¿Por qué no ahora? Sé todo tu plan, Villanueva. Poner al próximo presidente no es tarea sencilla. Y al parecer, yo soy tu mayor amenaza. ¿No es este un buen momento para pactar algo donde todos ganemos? —contestó Dante. Traté de no abrir los ojos como plato. Quería matarlo. Esta vez fue Vladimir quien me pisó. —Nunca has querido hacer un trato con nosotros. Repito: ¿por qué ahora?—insistió mi segundo al mando. —Mira, ruso. Si fuera por mí, esta guerra seguiría hasta que no quedara ni uno vivo. Pero hice un trato. Uno que voy a cumplir al pie de la letra. Porque, aunque no lo parezca, no soy un demonio como ustedes. —contestó Dante. Johanna volvió a golpearlo sobre la mesa y el gruñó. Parecíamos 2 niños berrinchudos siendo regañados por sus niñeras. En vez de los 2 jefes de las mafias más poderosas de este momento. El sujeto con máscara de Saw y cabello rizado rubio—más que el de Enzo— suspiró. Luego le negó con la cabeza a Dante. —Quiero hacer este trato porque funcionó antes. Porque ya estoy hasta la puta madre de tanta violencia. Porque quiero poder salir de mi casa sin gente armada. Quiero un acuerdo que nos beneficie a todos. Por ahora yo soy lo que impide que otros carteles te hagan frente. Pero no seamos estúpidos Vladimir, no soy su único enemigo. Les sirvo más de aliado, sobre todo con su nuevo jueguito político—. Remato Dante alzando los brazos cubiertos por una sudadera negra. Mis orejas ardieron en coraje. —Pondremos a Kimberly en contacto con Johanna para una segunda y exhaustiva visita. No tenemos un contrato firme aún, pero no estamos cerrados. Podemos hacer una prueba piloto de 1 mes en la frontera. Con 2 fuertes carteles unidos, no deberíamos tener ningún problema. Enzo revisará a tu gente y César cuadrará la logística—dijo Vladimir, aún tenso. —Perfecto. El Chino se encargará de todo en mi nombre —dijo Dante, levantándose con escándalo, su caja de palomitas en mano. —Ah, y pueden estar tranquilos. Yo no soy un perro traicionero cuando se trata de hacer aliados —añadió, con veneno en la voz. Lo vi salir del cuarto. Vi a Ulises levantarse discretamente para poder acercarse al hombre que se quitaba la máscara de Saw. Y supe que era el momento. Juro que jamás en mi vida había corrido tan rápido sin hacer ruido. Salté los últimos escalones para regresar de nuevo al pasillo principal que conectaba con la entrada. Con la voz temblándome de puro fuego, le grité al Diablo de m****a que seguía caminando tranquilo. —¡¿Cuál es el verdadero motivo de esto, cabrón?!—. Y en cuanto lo dije... me sentí yo otra vez. Mi voz, mi rabia, mi cuerpo, todo se sincronizó con ese grito. Un caos visceral me recorrió el estómago. Dante se giró, sin prisa, sin miedo, como si yo no pudiera hacerle nada. —Hice un trato con tu esposa —respondió tranquilamente. La cabeza de Ulises se asomó desde las escaleras, con los ojos abiertos como platos. Pero no se acercó. Y no quería que lo hiciera. Este momento era mío. —¿Un trato? ¡Eso fue una amenaza, hijo de puta! ¡Era ella por Victoria! ¡Su cuerpo por el de mi hermana! —Cada palabra que escupía me dejaba más vulnerable. Pero ya no me importaba. Estaba harto de guardar la compostura. Harto de hacerme el emperador. —Indra no está muerta, Villanueva —dijo Dante. Chasqueó la lengua, desvió la vista unos segundo cuando torció la boca. No había cinismo, pero tampoco culpa en sus palabras. —Yo hice un trato. Ella aceptó. ¿Y sabes por qué lo hizo? ¿¡Lo sabes!? —gritó de vuelta Salazar, lanzando la caja de palomitas al piso en el acto. Caminó hacia mí. Yo no me moví. Ni un centímetro. Y no era porque no pudiera. Es que algo dentro de mí... se congeló. Sentí que todo me giraba. El mundo, mi cabeza, mis entrañas. Indra seguía viva. —Indra aceptó mi trato porque está embarazada. Porque voy a ser papá... y tú no. ¿Entiendes eso, emperador?—. Mis cejas se fruncieron. La garganta se me cerró. ¿Qué carajo acababa de decir? —Querías una buena razón. Pues ahí la tienes. Indra de Villanueva se acabó. Tu legado se acabó. Puedes ser el gran emperador que dices ser, pero vas a tener que verme la jeta todos los putos días de tu vida. Y cuando me mires... vas a saber que ella va a estar siempre conmigo. Y no contigo —susurró Dante, a escasos centímetros de mí. No sé en qué momento Ulises y Enzo ya me tenían sujeto por un brazo cada uno. Ni siquiera sentí el dolor con el que me apretaban, intentando evitar que lo destrozara ahí mismo. El Diablo dio media vuelta, se subió la capucha y metió las manos en los bolsillos del pants como si nada. Y entonces gritó, carcajeándose por todo el pasillo. —¡Bien dijiste que las cucarachas nunca mueren!— Vi puntitos negros. Mi cuerpo vibró de odio, de humillación, de impotencia. ¡Maldita sea! Por primera vez en toda mi vida, deseé tener los brazos de mi madre alrededor. Tanto perro poder. Tanto dinero. Tanto imperio levantado con sangre. Iba a ser el hombre más poderoso de México, como siempre lo soñé. Y nunca, nunca, me había sentido tan vacío como ahora.