La noticia de la muerte de la Primera Dama se extendió como un pólvora por toda la nación, eclipsando por completo el drama del juicio presidencial. La Casa Blanca, un lugar cargado de tensión, se sumió en un silencio sepulcral, roto solo por el murmullo de los preparativos para la declaración oficial. Nathaniel Vance, recién llegado del hospital, con el pitido incesante de su monitor de tobillo aun zumbando en sus oídos, se preparaba para enfrentar al país. Su rostro estaba demacrado, sus ojos hundidos, pero una extraña calma, la quietud del shock, lo envolvía.
En la Sala de Prensa de la Casa Blanca, los periodistas esperaban en un silencio inusual, sus rostros sombríos, sus cámaras inmóviles. La habitual cacofonía de preguntas y flashes había sido reemplazada por una solemnidad respetuosa. Cuando Nathaniel Vance apareció en el podio, la atmósfera se volvió aún más densa.
No había sonrisas, no había apretones de manos. Solo la figura solitaria del Presidente, un hombre roto, ante el