El monitor de ritmo cardíaco emitía un pitido agudo y monótono, un eco desalmado de la muerte inminente.
—¡Paro cardíaco! —gritó la enfermera del monitor, su voz cargada de terror—. ¡Está en paro!
El quirófano estalló en un frenesí controlado, la calma quirúrgica pulverizada por la emergencia. El Doctor Caldwell soltó el bisturí con un golpe metálico y se lanzó hacia el lado de Anastasia. El bebé seguía dentro de ella, y no entendía qué estaba sucediendo. Revisaron sus signos y la mujer estaba perfecta.
—¡Compriman! —ordenó el Doctor Caldwell, su voz ahora un rugido en la sala—. ¡Inicien compresiones torácicas! ¡Ahora!
Una enfermera se subió a un taburete y comenzó las compresiones, sus brazos bombeando rítmicamente sobre el pecho inerte de Anastasia, cada empuje una súplica contra la oscuridad. Si Anastasia moría, el paro cardiaco afectaría directo al bebé. Si la madre moría, también moriría el hijo.
—¡Necesitamos adrenalina! ¡Un miligramo IV! —gritó la Doctora Albright, su voz tensa