El eco de la bofetada resonaba en la pequeña sala de neonatos, más fuerte que el zumbido de la incubadora. La sangre brotaba del labio roto de Nathaniel Vance, un hilo carmesí que pintaba un cuadro brutal en su rostro pálido.
Dmitri Slov, con el puño aún tembloroso en el aire, jadeaba, su pecho subiendo y bajando con una furia incontrolable. Los agentes del Servicio Secreto, que se habían quedado atónitos por la velocidad del ataque, finalmente reaccionaron, moviéndose para contener a Dmitri. David Hayes y Benjamin Carter se apresuraron, sus caras reflejando el shock y la incomodidad de la situación.
—¡Apártense de mí, perros! ¡Esto es entre él y yo!
Vance, tambaleándose contra la pared, no opuso resistencia. Se llevó una mano a su labio sangrante, el dolor físico una distracción menor comparado con el ardor de la culpa que lo carcomía. Miró a Dmitri, sus ojos llenos de una mezcla de vergüenza y una profunda aflicción. Le había jurado cuidar de su hija. Le había jurado dar su vida por