El frío de la celda de detención no era tan penetrante como el de la mirada que Nathaniel Vance le había dedicado.
La humillación pública había sido brutal, un espectáculo televisado que la había desnudado ante el mundo como una psicópata obsesiva, pero Rebecca Thorne, incluso con las muñecas esposadas y el corazón aún convulsionado por la rabia, sentía una extraña chispa de desafío. Estaba en la cárcel, sí, pero no estaba muerta, y Vance la había visto, había visto su verdad.
La mañana de su traslado a la penitenciaría federal de máxima seguridad, el ambiente era tenso. Rebecca estaba sentada en la parte trasera de una camioneta blindada, flanqueada por dos robustos agentes federales, sus rostros impasibles. Un convoy de otros dos vehículos, uno delante y otro detrás, completaban la escolta. La seguridad era extrema para alguien como ella.
—¿No te ves muy cómoda en tu nuevo hogar, eh, Thorne? —dijo uno de los agentes, un hombre de mandíbula cuadrada, rompiendo el silencio. Su voz era