El sonido metálico del teléfono resonó en el Despacho Oval, rompiendo la tensa calma. La voz de David Hayes, por lo general imperturbable, sonaba ronca, casi quebrada. Nathaniel Vance, sentado frente a su escritorio, había estado sumido en una silenciosa contemplación de los titulares que gritaban la "locura de Rebecca Thorne". Su café permanecía intocado, al igual que el muffin que muy amablemente el chef había preparado para él.
Davis había empujado las puertas, exaltado y sudoroso.
—Presidente, tengo... noticias urgentes.
La voz de David al otro lado de la línea era un presagio.
Vance se enderezó, la piel de gallina erizándose en su nuca.
—¿Qué ocurre, David? ¿Es Anastasia?
—No, señor —dijo lento—. Es... es Rebecca Thorne. El convoy que la trasladaba a la penitenciaría... ha sido atacado.
Un frío glacial recorrió la espalda de Vance.
—¿Atacado? ¿Cómo? ¿Por quién?
—Una emboscada y una explosión. La camioneta está destrozada, quemada. Los agentes... hay bajas, señor.
Vance cerró los