La cabaña, oculta en un bosque denso y nevado en las afueras de la ciudad, era un refugio de madera y silencio, un lugar ideal para la soledad y la curación. El olor a pino y a leña quemada llenaba el aire, un aroma terroso que se aferraba a la piel y a la ropa.
Anastasia se encontraba sentada en una silla rústica frente a un fuego que crepitaba en la chimenea, la luz danzando sobre su piel. Una manta cubría sus hombros, pero la parte inferior de su cuerpo estaba expuesta, una vulnerabilidad que nunca permitía. Sobre una mesa de café, reposaba un kit de primeros auxilios que había robado, y un par de pinzas con las que se limpiaba la herida del muslo. La herida era profunda, y los movimientos la hacían jadear de dolor. La herida en su abdomen, sin embargo, era la que más le dolía, y la de su hombro, la que más la hacía temblar.
Mientras se limpiaba la herida, su mente viajó en el tiempo, a una noche que había tratado de enterrar bajo capas de venganza.
Recordó ese primer beso, el día