Dos días habían pasado desde el último encuentro con Anastasia. Dos días que se sintieron como dos siglos.
El mundo de Vance era un caos absoluto. La búsqueda de Isabella se había convertido en una operación militar a gran escala que movilizaba a cientos de hombres, pero la tierra parecía habérsela tragado. Cada llamada sin respuesta, cada pista que terminaba en la nada, era un clavo más en el ataúd de su esperanza y de su cordura.
La frustración lo consumía, una ira silenciosa que lo carcomía desde dentro, dejándolo con la mandíbula tensa, los ojos hundidos y el alma hecha pedazos. Se culpaba por todo. Por haber dejado escapar a Anastasia de nuevo, por haber perdido el control de la situación, por haber sido un cobarde incapaz de tomar una decisión definitiva. Se sentía miserable, un fracaso en todos los sentidos de la palabra.
La culpa era una pesadilla de la que no podía despertar.
Esa madrugada, exhausto y con la mente hecha trizas, se arrastró hasta su habitación. El jet lag lo t