El rugido de los motores rompió la quietud de la noche. El jet privado, un vuelo fantasma no registrado en los radares, cortaba el cielo, dejando atrás las luces de América y adentrándose en la oscuridad del Atlántico. A bordo, solo había tres hombres: Nathaniel Vance, Benjamin y David, los tres mosqueteros políticos.
El aire en la cabina era denso, pesado, cargado con el olor a cuero viejo y la tensión palpable de tres hombres que se dirigían a una guerra. Vance, sentado en el sillón de cuero, con el rostro iluminado por la tenue luz de la cabina, miraba por la ventana. Las estrellas, distantes y frías, eran el único recordatorio de un universo ordenado, un universo que él sentía que se le escapaba de las manos. Sus pensamientos eran un torbellino, una vorágine de culpa, ira y un dolor tan profundo que le quemaba el alma.
La decisión de ir a Rusia había sido impulsiva, una reacción visceral a la humillación, pero la convicción de su necesidad era inquebrantable. Ya no era un simple p