La bodega en Monreale olía a polvo antiguo, roble envejecido y algo más… más turbio. Bajo sus techos altos y lámparas industriales colgantes, se apilaban cajas con etiquetas falsas: vinos italianos de exportación, aceite de oliva, confituras. Todos sabían —los que debían saber— que tras ese escaparate artesanal se escondía un verdadero almacén de armas.
Enzo caminaba detrás de Alessandro, registrando cada rostro, cada movimiento. El silencio del lugar era tenso, como si el aire llevara un presentimiento. —¿Siempre está tan tranquilo aquí? —murmuró Enzo, en voz baja. —Cuando está tranquilo… me preocupo más —respondió Alessandro, sin detenerse. Los escoltas vigilaban las entradas. Uno de ellos, Mauro, se acercó y habló en voz baja a Alessandro. Enzo no alcanzó a oír, pero vio cómo su jefe fruncía el ceño. A los pocos segundos, Alessandro se giró hacia él. —Prepárate. Vamos a hacer una revisión completa. No me gusta lo que Mauro acaba de decirme. —¿Qué ocurre? —Alguien ha preguntado por tus datos. En los círculos equivocados. Enzo sintió un pequeño escalofrío, pero su expresión no cambió. Estaba preparado para eso. Lo que no esperaba era que el peligro llegara tan pronto. Entraron al depósito 3. Mauro iba adelante, con la linterna. Las cajas estaban abiertas. Dos faltaban. Una hilera de botellas rotas en el suelo dibujaba una línea irregular de cristales que crujieron bajo sus zapatos. —Esto no lo autorizó nadie —dijo Alessandro—. Quien entró aquí anoche sabía lo que buscaba. Y sabía cómo evitar las cámaras. Enzo sintió un zumbido en los oídos. Dio dos pasos más… y entonces lo sintió. Un clic bajo sus pies. —¡No te muevas! —gritó Alessandro, con una voz que no usaba a menudo. Enzo bajó la vista. Una pequeña placa metálica brillaba bajo su suela. Una trampa. Un artefacto de presión. Improvisado, pero letal. —Mierda… —susurró Enzo. Alessandro se agachó a su lado de inmediato. —Escúchame bien —dijo con la voz baja, firme—. No es grande. Pero tiene fuerza suficiente para arrancarte media pierna. Quédate quieto. —Eso lo tengo claro, jefe. —¿Confías en mí? Enzo giró el rostro hacia él. En sus ojos no había miedo, solo tensión contenida. —Desde el primer día. Sin perder tiempo, Alessandro extrajo una pequeña navaja de su cinturón. Con movimientos delicados, examinó los bordes de la placa. La luz de la linterna de Mauro temblaba sobre sus hombros. —Voy a meter la hoja por el costado. Cuando cuente tres, saltas hacia mí. ¿Entendido? —Entendido. —Uno... El silencio se volvió más denso. El sudor bajó por la sien de Enzo. —Dos... Los dedos de Alessandro estaban firmes. Su rostro, muy cerca del de Enzo, mostraba una concentración brutal. —¡Tres! La navaja empujó la placa. Enzo saltó con fuerza hacia adelante, directo al cuerpo de Alessandro, que lo atrapó con ambos brazos y rodaron juntos sobre el cemento hasta chocar contra unas cajas vacías. El estallido fue seco, apagado por los materiales del suelo, pero suficiente para hacer vibrar la estructura metálica. Polvo. Humo. Silencio. Luego, el sonido lejano de una alarma. —¡Están aquí! —gritó Mauro—. ¡Nos estaban esperando! Alessandro se levantó de golpe, sacando su arma. Ayudó a Enzo a incorporarse. Este cojeaba, pero estaba ileso. —¿Puedes correr? —Puedo volar si hace falta. Salieron juntos, cruzando el pasillo bajo disparos aislados. Dos hombres armados, con pasamontañas, intentaron cortarles el paso. Alessandro no vaciló. Dos disparos, dos cuerpos en el suelo. Una vez en el coche, arrancaron hacia la mansión con los neumáticos chillando. Horas después, el salón principal estaba en penumbra. Alessandro observaba el fuego en la chimenea, con un whisky en mano. Enzo, sentado frente a él, con una bolsa de hielo en el tobillo y una toalla en el cuello. —Hoy pudiste morir —dijo Alessandro, sin mirarlo directamente. —Y usted también. Pero no lo permitiría. Alessandro giró la cabeza. Sus ojos estaban más oscuros que nunca. —La mayoría de mis asistentes ya habrían huido. Tú... no te moviste. —Es que no vine aquí a correr, Alessandro. Vine a quedarme. Se miraron. Largo. Profundo. Alessandro se sirvió otra copa, sin decir nada. Luego, sin aviso, le llenó también el vaso a Enzo. —Brindemos —dijo simplemente—. Por los que no corren. —Y por los que eligen quedarse —respondió Enzo, sin apartar la mirada. Los vasos tintinearon. Y el silencio que los rodeó… ya no era vacío. Era respeto. Era el principio de algo más.