05

La noche afuera olía a mar y a pólvora invisible. La brisa de Palermo traía consigo ecos de sirenas lejanas, mezcladas con el murmullo del viento en los cipreses. El chofer esperaba en silencio, junto al auto negro con vidrios ahumados, pero Alessandro no subió de inmediato.

Caminó unos pasos más allá, hacia el borde del jardín iluminado por farolas doradas. Encendió un cigarro con la calma de quien se da permiso para bajar la guardia solo por un instante. Enzo lo siguió, en silencio, hasta quedar a su lado.

—No lo hiciste mal —dijo Alessandro, sin mirarlo.

—Gracias. Pero sentí que improvisaba todo el tiempo.

—Así funciona este mundo. Nadie tiene un guión. Solo... buenos instintos.

Hubo una pausa. El humo flotó entre ambos como una cortina ligera.

—¿Tienes novia, Rinaldi?

Enzo lo miró de reojo. Alessandro mantenía la vista en el cielo, como si preguntara por pura cortesía. Pero no lo era.

—No —respondió el joven.

—¿Demasiado ocupado para eso?

—No exactamente. —Hizo una pausa breve y luego añadió—: No me gustan las mujeres.

Alessandro giró la cabeza con lentitud, sorprendido. No era un gesto violento, ni inquisitivo. Solo... genuino.

—¿Ah, no?

—No.

Se miraron. Sin tensiones, sin escándalos. Solo la verdad flotando entre los dos, sin disfraz.

Alessandro dio otra calada al cigarro.

—¿Siempre lo supiste?

—Desde que tenía memoria.

—Y aún así entraste a trabajar para un hombre como yo.

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

—No muchos tienen el valor de ser tan directos conmigo.

Enzo alzó una ceja, tranquilo.

—No vine a esconderme. Vine a demostrar que sirvo. Lo demás es... lo que soy. No pido permiso para eso.

Alessandro soltó una risa corta, seca, pero no burlona. Era más bien una especie de reconocimiento.

—Bien, Rinaldi. Me agrada tu forma de pensar.

—¿Lo cambia todo?

—No. Pero explica algunas cosas. Esa mirada… tan afilada. No mira como los demás.

—¿Y cómo miran los demás?

—Con hambre. Tú miras como si estuvieras diseccionando todo. Incluso a mí.

—Tal vez lo hago —respondió Enzo, sin rodeos—. Pero sólo porque quiero entender cómo funciona lo que algún día quiero proteger.

Alessandro lo miró un segundo más. Largo. Intenso.

—Subamos. Ya es tarde.

El aroma del café recién hecho flotaba en el aire junto con el murmullo suave de los cubiertos y la risa de un niño. La cocina de la mansión Moretti no era ostentosa como cabría esperar de un mafioso de alto rango, sino cálida y funcional. Mármol blanco, madera pulida, ventanales que daban al jardín y una gran mesa redonda, como esas que invitan a la conversación más que al protocolo.

Alessandro apareció puntual, como cada mañana, con una camisa blanca impecable y el cabello ligeramente húmedo por la ducha. Se acercó a besar la mejilla de su esposa, Isabella, que ya estaba sentada con una bata de seda color crema, hojeando una revista de moda.

—Buenos días —saludó ella, sin apartar la vista de las páginas—. Hoy estás de mejor humor.

—¿Sí? Tal vez sea por el café... o porque finalmente encontré al asistente perfecto.

Isabella lo miró por encima del borde de la revista, con una ceja arqueada.

—¿Otro más? Espero que este no desaparezca a la tercera semana con la contraseña de tus cuentas.

—Este es distinto —dijo Alessandro mientras se servía café negro—. De hecho, ya vive aquí. Y desayunará con nosotros.

Isabella frunció levemente el ceño, justo cuando el pequeño Leonardo entraba corriendo con su pijama de dinosaurios y una sonrisa de travesura en el rostro.

—¡Papá! ¿Jugamos después de la escuela?

—Claro, campeón. Pero primero... quiero que conozcas a alguien.

En ese momento, Enzo apareció en la puerta, vestido con sencillez pero con elegancia: pantalones oscuros, una camisa azul celeste arremangada hasta los codos, y el cabello peinado hacia atrás con cierto descuido juvenil. Se detuvo un instante, evaluando la escena con naturalidad. No parecía nervioso, pero sí muy consciente de cada detalle a su alrededor.

—Buenos días —dijo con voz firme pero suave.

—Isabella, Matteo … les presento a Enzo Rinaldi, mi nuevo asistente personal. —Alessandro giró ligeramente hacia él—. Enzo, ellos son mi esposa y mi hijo.

—Un placer conocerlos —dijo Enzo, con una ligera inclinación de cabeza.

Isabella lo observó con ojos escépticos mientras cerraba su revista. Su sonrisa era cortés, pero no cálida.

—Asistente personal, ¿eh? ¿Qué hace exactamente un asistente personal de mi esposo?

Enzo no vaciló.

—Me aseguro de que su agenda funcione, sus negocios estén ordenados y su seguridad se mantenga intacta. Soy sus ojos y oídos cuando él no puede estar presente. Y si hace falta, también soy sus manos.

Hubo un silencio breve. Isabella lo sostuvo con la mirada, como si lo pusiera a prueba con una pregunta que no había formulado. Luego bebió un sorbo de su café.

—Vaya. Con esas credenciales, tal vez deberías cuidar también de mí.

Enzo sonrió, medido.

—Si Alessandro me lo ordena, con gusto.

Matteo se acercó con la curiosidad típica de los niños.

—¿Tú eres como un superhéroe? ¿Tienes pistola?

—No uso capa ni pistola, pero soy muy bueno corriendo y recordando cosas que tu papá olvida —respondió Enzo, agachándose a su nivel—. Aunque puedo enseñarte a lanzar una pelota más lejos que nadie en tu escuela.

—¡Guau!

Isabella observó la interacción con una mezcla de sorpresa y reserva. Alessandro, mientras tanto, se recostó ligeramente en su silla, satisfecho.

—Va a ser interesante ver cómo te adaptas a esta casa, Rinaldi —murmuró Isabella al final, con una sonrisa enigmática—. Aquí las paredes escuchan y los silencios duran más que los desayunos.

—Me gustan los silencios —replicó Enzo, tomando asiento junto a Alessandro—. Y también sé cómo hacerlos hablar.

Alessandro giró levemente hacia él, divertido. Por un instante, sus miradas se cruzaron.

No era una sonrisa profesional. Era una chispa.

Pequeña. Inofensiva. Pero viva.

—Empecemos con la agenda de hoy —dijo Alessandro, cambiando de tono, pero no de humor—. Después de llevar a Matteo al colegio, tenemos que pasar por la bodega en Monreale. Luego reunión con los hermanos Greco. Y esta noche, cena con el jefe de policía.

—Entendido —respondió Enzo, sacando una libreta delgada del bolsillo interior—. ¿Quiere que asista a la cena?

Alessandro lo miró un momento.

—Sí. Quiero que empieces a ver lo que yo veo.

—Entonces... veré con atención.

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