La casa principal de Duarte estaba iluminada como si fuera una gala silenciosa.
Todo impecable: cubiertos de plata, velas encendidas, vino caro.
Valentina llegó puntual, con un vestido negro de seda que dejaba la espalda al descubierto.
Ni una joya. Solo el brillo afilado en su mirada.
Duarte ya estaba sentado, copa en mano.
Se levantó al verla, le ofreció la silla y sonrió como si todo estuviera en orden.
Como si no fuera el hombre más peligroso del país.
—Qué gusto tenerte aquí, hija.
—Qué gusto que me invites —respondió ella, igual de elegante.
El primer plato llegó sin palabras. Mariscos.
Luego el segundo: filete con reducción de vino tinto.
No hablaron de nada profundo hasta el tercer sorbo de vino.
—Te vi en fotos con Sebastián. Te ves… distinta.
Valentina sostuvo la copa con delicadeza.
—¿Distinta cómo?
—Suelta. Como si confiaras.
Y tú nunca confías.
Ella sonrió.
—A veces las personas nos sorprenden.
Duarte se inclinó hacia adelante.
—¿Él lo sabe todo?
—No.
—¿Cuánto?
—Lo sufici