—¿Tú crees que soy idiota?
La voz de Duarte rompió el aire como un latigazo.
Sebastián apenas había cruzado la puerta de su despacho cuando recibió la primera embestida.
—¿Una escapada romántica con mi hija? ¿A Santa Marta? ¿Sin consultarme?
Sebastián se mantuvo firme, aunque por dentro podía sentir el peso del error.
—No era una operación. Solo fue… un descanso.
Duarte golpeó el escritorio con el puño cerrado.
—¡No das un paso sin que yo lo autorice!
¿Se te olvidó cómo llegaste aquí?
¿O es que ya te crees el dueño del imperio?
Sebastián apretó los dientes.
—No me he olvidado de nada. Pero tampoco soy tu esclavo.
El silencio que siguió fue aún más peligroso.
Duarte se levantó lentamente y caminó hacia él.
—Tú no entiendes, Sebastián.
La lealtad no es un sentimiento.
Es una deuda eterna.
Y tú aún no la has pagado.
—¿Y tú? —replicó Sebastián—. ¿Ya pagaste la tuya?
Duarte lo miró con una mezcla de asombro y amenaza.
—Ten cuidado, muchacho.
No me provoques.
Porque si tengo que elegir entr