La fiesta anual de la firma era una tradición hipócrita. Un evento disfrazado de celebración que solo servía para lavar dinero, alimentar egos y cerrar tratos con copas en la mano. Valentina odiaba esas noches. Pero no podía faltar.
A veces, la mejor manera de atrapar a una serpiente era bailando con ella. Vestía un elegante vestido negro de satén, con una abertura que revelaba parte de su pierna derecha y una espalda descubierta que dejaba ver su tatuaje: una balanza desequilibrada, pequeña, simbólica. Un guiño privado a lo que era la justicia para ella: imperfecta, peligrosa y, a veces, sucia. El salón estaba lleno de políticos, empresarios, tiburones con sonrisas plásticas y mujeres operadas hasta la médula. La música de jazz flotaba en el aire con pretensiones de clase, mientras los camareros desfilaban con bandejas de champán y canapés sin sabor. —Lo de siempre —murmuró, bebiendo un sorbo. Entonces, el aire cambió. No lo vio llegar. Lo sintió. Como si una presión invisible se apoderara del ambiente, como si su cuerpo reconociera antes que su mente quién acababa de entrar al salón. Sebastián Reyes. Traje negro, sin corbata, camisa ligeramente desabrochada. Una mezcla perfecta entre millonario sofisticado y criminal elegante. Su aura era imposible de ignorar, y su mirada —oscura, calculadora— se clavó en ella al instante. Valentina no se movió. Lo sostuvo. Desafiante. Él se acercó con paso lento, felino. Sabiendo exactamente lo que provocaba. —No esperaba verte tan desarmada esta noche, doctora Duarte —dijo, entendiendo una copa de champán. —Las armas más letales no necesitan estar cargadas para hacer daño —respondió ella, rozando sus dedos con los de él al aceptar la copa. Una chispa eléctrica le recorrió el brazo. —Entonces, supongo que esta noche debo tener cuidado. —Debiste tenerlo desde que entraste en mi radar, Reyes. Él rió suavemente, pero su mirada no se apartó de sus labios. La música cambió a un ritmo más lento. Sebastián extendió la mano. —¿Bailas? Valentina lo miró como si hubiera pedido algo ridículo. Y sin embargo, aceptó. Porque ese baile era más que cortesía. Era estrategia. Dominio. Y tentación. En la pista, su cuerpo encajó con el de él con una fluidez que la incomodó. Sus manos descansaron en su cintura, mientras las de ella se apoyaron en sus hombros con una tensión apenas contenida. La tela del vestido no podía ocultar el calor que irradiaba su cuerpo. Ni el suyo. —Nunca imaginé que la mujer que quiere enterrarme en prisión bailara tan bien —susurró él, con la boca peligrosamente cerca de su oído. —Y yo nunca imaginé que el hombre más corrupto de esta ciudad tuviera tan buen ritmo. —Hay muchas cosas que no sabes de mí. —Y me muero por no descubrirlas. Él sonrió con la boca, pero sus ojos ardían. Durante la siguiente vuelta, la mano de Sebastián bajó apenas unos centímetros. Suficiente para hacerle contener el aliento. El roce de sus dedos en la base de su espalda desnuda fue un incendio controlado. —Podrías dejar de provocarme, Reyes —murmuró ella. —Podrías dejar de disfrutarlo, Duarte. El silencio fue más elocuente que cualquier respuesta. La música terminó. Pero ninguno se movió. —¿Vas a soltarme o planeas secuestrarme en la pista? —dijo ella, sin apartarse. —No será necesario secuestrar, Sé que vas a volver. Y entonces, como si sellara esa promesa, rozó sus labios con los de ella. Apenas un roce. Un accidente calculado. Un pecado cometido sin remordimiento. La soltó al instante y se alejó sin mirar atrás. Valentina quedó allí, con la copa en la mano, el corazón desbocado y la piel ardiendo. Esa noche, al llegar a su apartamento, se quitó los tacones, dejó el vestido caer al suelo y fue directo al whisky. Bebió sin hielo. Se dejó caer en el sofá. Lo odiaba. Y, aún peor, lo deseaba. Y no sabía cuál de las dos cosas la iba a destruir primero.