El reloj marcaba las 2:17 de la madrugada. Afuera, la ciudad se tragaba su propio silencio, ajena a la tormenta que estaba a punto de desatarse. Valentina estaba sentada frente a una cámara encendida, rodeada de luces suaves y el zumbido constante de los ventiladores del estudio improvisado. No había guion. Solo verdad.
Tomás, de pie a un lado, le dio una última mirada de aprobación. Sebastián, apoyado en la pared con los brazos cruzados, la observaba como quien mira a una guerrera a punto de entrar en batalla. Porque eso era. Valentina no solo iba a hablar: iba a incendiar el tablero.
Respiró hondo. Y comenzó.
—Mi nombre es Valentina Duarte. Y hoy voy a contarles algo que me ha costado años entender, aceptar... y sobrevivir.
La cámara registraba cada gesto, cada sombra en su mirada, cada grieta en su voz.
—No soy una víctima. Pero fui una pieza. Una más, dentro de una maquinaria podrida que lleva décadas envenenando este país.
Se tomó una pausa. Dejó que las palabras calaran.
—Isabel