El sol apenas comenzaba a filtrarse por entre las montañas cuando Valentina se sentó frente al mapa extendido sobre la mesa del refugio. Tenía una taza de café en las manos, pero no la había probado. La noche había sido larga y su mente no le había permitido dormir del todo. Cada explosión, cada rostro caído, cada decisión tomada… le retumbaba en los huesos.
Tomás entró en la sala con su habitual paso firme. Llevaba un maletín con documentos recién impresos y un gesto más serio que de costumbre.
—Sebastián está conectado. La línea está encriptada —dijo, colocando el portátil sobre la mesa—. Nos esperan.
Valentina asintió y se colocó los audífonos. La imagen de Sebastián apareció en la pantalla, con el rostro iluminado por luz artificial. Estaba en algún sitio subterráneo, probablemente otro de los escondites que solo ellos conocían.
—Buenos días, mi general —bromeó él, aunque sus ojos no tenían rastro de humor.
—No hay días buenos cuando nos quieren muertos —replicó ella.
Tomás se sen