La luz de la mañana se filtró a través de mis cortinas, un rayo de sol cálido que se estrelló directamente en mi cara. Mis ojos se abrieron de golpe, una sensación de pánico se apoderó de mí. Mi mente estaba en blanco por un segundo, luego el recuerdo de la tarjeta de Dumas y la reunión programada para hoy, lunes, se apoderó de mis sentidos. Mi corazón dio un vuelco. El reloj de mi mesita de noche brillaba, los números se veían enormes: 9:30 AM. La reunión con Dumas era a las 10:00 AM. Mi sangre se heló, un grito ahogado se formó en mi garganta.
No, no, no.
Salté de la cama como si las sábanas me quemaran, mi corazón latiendo furiosamente en mi pecho. Me había quedado dormida, y no solo eso, me había quedado dormida de una forma monumental, mi mente se inundó de imágenes de Dumas, su arrogancia, su sonrisa segura de sí mismo. Me había dicho que no me dejaría ir, que no me iba a permitir huir, pero yo había logrado hacerle algo peor: lo había hecho esperar. La vergüenza y el pánico se apoderaron de mí. ¿Cómo pude ser tan despistada?
Mi habitación era un caos. Telas esparcidas por el suelo, bocetos en mi escritorio, y la ropa que había tirado la noche anterior. No había tiempo para ordenar, solo había tiempo para vestirme. Me puse el primer conjunto que encontré que parecía medianamente decente para una reunión con un magnate de la moda: unos pantalones negros ajustados, una blusa de seda blanca y una chaqueta negra que me daba un aire de seriedad. No me detuve a pensarlo dos veces, solo me vestí y me miré en el espejo, mi cabello rizado era un desastre, mis ojos un poco hinchados por la falta de sueño, mi cara con una expresión de pánico. No había tiempo para el maquillaje. Me hice una cola de caballo, me puse mis zapatos de tacón, y corrí hacia la puerta.
El reloj en el pasillo marcaba las 9:50 AM. Mi corazón latía tan fuerte que podía escucharlo en mis oídos. El edificio de apartamentos parecía una cárcel para mí. Bajé las escaleras de dos en dos, mis tacones haciendo un ruido fuerte que resonaba en todo el lugar. La calle, con su bullicio normal, se sintió como un laberinto. Grité por un taxi, y cuando uno se detuvo, me metí en él, casi sin aliento.
—Laurent Designs, por favor, y tan rápido como pueda— le dije al taxista, mis manos temblando.
El taxista me miró por el espejo retrovisor, su cara era de aburrimiento.
—Señorita, no me puede decir que llegue a tiempo. Estamos en hora pico.
Cerré los ojos, sintiendo un escalofrío, solté un suspiro, la desesperación se apoderó de mí. Sentía que mi vida entera dependía de esta reunión, de la oportunidad que Dumas me había dado, no podía arruinarlo, no podía llegar tarde. El camino se hizo eterno, y mis nervios se apoderaron de mí. La imagen de Lucas apareció en mi mente, su cara de odio, sus palabras, su puño. Sentí que el pánico volvía a mi cuerpo. Mi estómago se encogió. El recuerdo de Dumas, su calidez, su protección, fue lo único que me impidió caer en un ataque de pánico en medio del taxi. Él había prometido protegerme, y por primera vez en mi vida, me sentí segura. Pero ahora, me sentía como un fraude. Había prometido ser su empleada, su socia, pero la primera cosa que hacía era llegar tarde. Qué vergüenza.
Finalmente, el taxi se detuvo frente a un edificio de vidrio y acero, alto y reluciente. La entrada era un torbellino de gente vestida con trajes impecables, con caras serias, sus pasos decididos y seguros. Era una obra de arte, con un aire de poder y exclusividad que me hizo sentir pequeña. Pagué al taxista y salí del auto, mi corazón latiendo con la fuerza de un tambor de guerra.
Respiré profundamente, tratando de calmar mis nervios. Mis pies se sintieron como si estuvieran hechos de plomo. Entré al edificio, la puerta se deslizó en silencio, y el aire acondicionado me golpeó en la cara. El vestíbulo era una maravilla. Mármol blanco, paredes de vidrio, un techo tan alto que parecía que estaba mirando al cielo. La recepcionista, una mujer de cabello negro peinado en un moño perfecto, me miró con una expresión de aburrimiento.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?— me dijo, con una voz que sonaba como un robot.
—Tengo una cita con el señor Laurent— dije, mi voz sonó más segura de lo que esperaba.
—Soy Aina Castelo.
La mujer escribió algo en su computadora, sus ojos fijos en la pantalla.
—El señor Laurent está en una reunión. Por favor, espere en el sillón de la esquina. Cuando la reunión termine, le avisaré.
Me sentí humillada. La señora me había dicho que esperara como si yo fuera una simple empleada más, no una socia. Era la realidad, no había nadie en el mundo de Dumas. Mi corazón se encogió, y me dirigí hacia el sillón. Era un sillón de cuero negro, tan elegante que me daba miedo sentarme en él. Me senté en la orilla, mi espalda recta, mi manos entrelazadas en mi regazo.
Miré a mi alrededor, sintiéndome como un pez fuera del agua. Todos los que pasaban por allí, me veían, me miraban de una forma que me hacía sentir insignificante, como si no perteneciera a ese lugar. Sentí una ola de pánico, y me pregunté si había cometido un error al aceptar la propuesta de Dumas. Era un mundo completamente diferente al mío, lleno de tiburones, donde la creatividad era solo un medio para un fin. No el fin en sí mismo.
—No, Aina, estás aquí por una razón— me dije a mí misma en voz baja, mi corazón latiendo con fuerza. —Estás aquí para salvar tu taller, para proteger tu sueño. No te rindas.
El mantra me ayudó a calmarme. Saqué mi celular para distraerme, para ver si tenía algún mensaje de Layla o algún mensaje de texto de Dumas. Mi mano buscó en mi bolso, pero no encontró nada, oh no, por favor, no. Mi otra mano, mi bolsillo, nada. El pánico me golpeó de nuevo. ¿Dónde estaba mi celular? Mi mente se aceleró, tratando de recordar. La carrera, la prisa, la prisa por vestirme, por salir. No lo había tomado. Lo había dejado en mi mesita de noche.
Mi cerebro se desconectó. ¿Cómo podía ser tan tonta? Mi mente, que se supone que es mi mejor amiga, me había fallado. Me mordí el labio, un tic nervioso que tenía desde que era pequeña. ¿Y si Dumas intentaba llamarme? ¿Y si necesitaba algo? La vergüenza y la frustración se apoderaron de mí. Quería llorar, pero no podía, no en un lugar como este, un lugar donde las emociones eran un signo de debilidad.
Me senté allí, un maniquí en un mundo de personas reales. Observé a la gente pasar, sus caras serias, sus trajes impecables, sus pasos firmes. Era un mundo de perfección. Era el mundo de Dumas.
—Señorita Castelo, la reunión del señor Laurent durará un poco más de lo esperado. ¿Quiere tomar un café?— La voz de la secretaria era un poco más amable. Asentí con la cabeza.
—No, gracias. Estoy bien.
No podía tomar nada, mi estómago estaba hecho un nudo, y el café lo habría hecho peor. La secretaria asintió con la cabeza, y regresó a su escritorio.
El tiempo se arrastró, y cada minuto que pasaba, mi ansiedad crecía. Miré al reloj en la pared. A las 11:30 AM. Había estado esperando por más de una hora, y el silencio en el vestíbulo se estaba volviendo ensordecedor. De repente, un sonido que no correspondía con el lugar me hizo levantar la cabeza. Un fuerte ruido de algo rompiéndose en la oficina de Dumas. Era el único sonido que había escuchado en mi larga espera, y era un sonido que me hizo saltar del sillón. Mi corazón se detuvo por un segundo. El pánico se apoderó de mí, y me pregunté qué había pasado.
Mi mente estaba en un torbellino. ¿Fue un accidente? ¿Fue algo peor? No podía quedarme sentada, no podía ignorar el sonido. La curiosidad se apoderó de mí, y me levanté del sillón, mis pasos inseguros me llevaron a la puerta de la oficina de Dumas. La secretaria me miró, y sacudió la cabeza, su expresión de aburrimiento de nuevo en su cara.
—Señorita, no puede entrar.
Pero yo ya no la estaba escuchando. Mi mano temblaba, y con mi puño, abrí la puerta, no podía controlar la ansiedad que me recorría el cuerpo. La puerta se abrió, y la escena que presencié me dejó sin aliento.
Lucas había dicho que Dumas tenía secretos, pero nunca imaginé que fueran de este tipo. Dumas estaba de espaldas a la puerta, su cuerpo tenso, su mano derecha agarrando la muñeca de una mujer. Una mujer con un vestido de diseñador, su cabello rubio impecable, su rostro lleno de ira. Pero no era solo ira. Había una profunda tristeza en sus ojos. Ella intentaba soltarse del agarre de Dumas, pero su agarre era fuerte, casi desesperado.
En el suelo, un jarrón roto yacía en pedazos, el agua se esparcía por el piso de mármol. El jarrón, un hermoso jarrón de vidrio, con un diseño único, era un símbolo de la fragilidad del momento que estaba presenciando. La ira entre los dos era palpable, pero la tristeza, la profunda y dolorosa tristeza, era lo que me hacía sentir un nudo en el estómago.
Dumas no se había dado cuenta de mi presencia, su atención estaba completamente en la mujer, que se le enfrentaba con sus ojos llenos de una furia que solo el amor roto puede causar. El agarre de Dumas en la muñeca de la mujer era tan fuerte que me hizo preguntarme si él era un hombre de secretos, un hombre con un pasado complicado. Un hombre que no conocía. Mis ojos estaban fijos en Dumas, el hombre que me había ofrecido ayuda y seguridad, pero ahora, no se sentía como un salvador. Se sentía como un extraño. Un extraño que tenía un secreto, un secreto que yo no estaba preparada para conocer.
La mujer intentó soltarse de su agarre, y un grito de dolor se escapó de sus labios.
—¡Suéltame, Dumas!— gritó ella, su voz temblaba. —¡No me toques! No me toques, Dumas— su voz estaba quebrada por la desesperación.
Dumas la miró, su expresión de ira fue reemplazada por una de dolor. Él soltó su mano, y la mujer se alejó de él, su rostro era de repulsión. Mi corazón se detuvo. ¿Qué había pasado? ¿Qué secretos tenía Dumas? ¿Y quién era esta mujer?
La mujer me miró, sus ojos llenos de lágrimas, y una expresión de pánico cruzó su rostro. Me miró como si yo fuera un fantasma. La mujer se acercó a mí, y me dijo: —¡No confíes en él, es un monstruo!— Sentí que mi corazón se congelaba, mis pies no se movían, yo me había quedado pegada al suelo. El silencio se apoderó de la oficina, y el eco de sus palabras resonó en mi mente. ¿Un monstruo? ¿El mismo hombre que me había salvado? La mujer salió de la oficina de Dumas, y él, que había estado mirando al suelo, levantó la cabeza. Sus ojos, llenos de tristeza, me miraron y me paralizaron.
Su expresión de dolor, de profunda y dolorosa tristeza, era tan palpable que me hizo sentir un nudo en el estómago.