El tiempo, que antes se había arrastrado con la lentitud agobiante de mi encarcelamiento emocional, ahora se escurría de mis manos como el agua. Habían pasado unas semanas desde la sorprendente noticia de Lucas y el cierre de ese evento trágico, semanas llenas de una paz productiva. Era una época de construcción, no de reacción.
El taller estaba vibrante. Layla, Fiorella, Gabriel y yo habíamos entrado en una sincronía perfecta. Fiorella resultaba ser una costurera excepcional y silenciosa, con una habilidad casi mágica para los acabados, mientras que Gabriel aportaba una energía creativa fresca y una ética de trabajo metódica, absorbiendo cada lección de patronaje y costura como una esponja. Gracias a su ayuda, casi todos los pedidos pendientes habían sido entregados, aunque la demanda de nuestro trabajo seguía siendo alta. Las risas de Layla, las preguntas inquisitivas de Gabriel y el murmullo constante de las máquinas de coser formaban una banda sonora de alegría que me hacía sentir