El silencio en el apartamento era tan espeso que casi podías cortarlo con el cuchillo de mantequilla. Estábamos los tres en la cocina: Dumas, inexpresivo, con la taza de café a medio camino de sus labios, su incredulidad física, palpable, proyectando años de frustración contenida; Fabiana, encogida en su asiento, con el rostro pálido y la postura de una persona que ha soltado una carga demasiado pesada; y yo, secando un plato, tratando de mantener la compostura de una anfitriona amable en medio de una crisis matrimonial ajena.
La declaración de Fabiana, "Quiero firmar el divorcio," resonó con una finalidad que nos paralizó a todos. Dumas fue el primero en reaccionar, dejando la taza sobre la barra con un ligero clac que sonó como el cierre de un ciclo.
—¿Ahora? —preguntó Dumas, y había una incredulidad fría, casi acerada, en su voz, mezclada con el resentimiento silencioso—. ¿Después de tanto tiempo, después de arrastrar esto, de sabotear mi vida y la tuya con esta farsa, de repente q