El hombre parado en la puerta no era un mensajero, ni un vecino, ni siquiera un repartidor. Era Theo. Su presencia, en un día tan familiar y relajado, inmediatamente tensó el aire. Theo no se movía sin un propósito, y la seriedad en sus ojos me indicó que el motivo no era una simple visita. Sostenía el teléfono de Dumas en su mano, casi como una ofrenda o una evidencia.
—Aina, hola —dijo Theo, con una voz que era inusualmente grave, desprovista de su habitual ligereza—. ¿Está Dumas? Lo siento, atendí una llamada importante en su móvil. Lo había dejado en el coche y el timbre sonaba con insistencia.
—Sí, está cocinando —respondí, dándole paso, sintiendo un escalofrío recorrer mi espalda. Había algo en la rigidez de su postura que me preparaba para un golpe.
Dumas salió de la cocina, con el cucharón en la mano, y su sonrisa se borró al ver a su hermano.
—Theo, ¿qué pasa? ¿Y mi móvil? —preguntó Dumas, acercándose.
Theo le entregó el teléfono, pero mantuvo su mirada fija en los ojos de Du